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Desde el siglo XIX en general, pero muy en particular desde la década de 1980, la “ciencia económica” (y su principal producto, la economía neoclásica que domina las universidades) se ha encargado de elaborar un léxico incomprensible para sus outsiders. De origen problemático, el resultado de tal mecanismo ha sido aislar a los economistas del resto de los mortales otorgándoles un supuesto saber, una conexión con las fuerzas que definen los movimientos del mundo, comparable a las facultades atribuidas a los papas, a los intérpretes de la borra del café o a los exégetas de los fenómenos climáticos. Si como vio con tanta claridad Walter Benjamin el capitalismo es esencialmente un fenómeno religioso, hoy los economistas son sus pitonisas, sus escribas, las devotas monjas que producen y reproducen incansablemente el dogma de una vida deshumanizada.
En el insondable vocabulario neoliberal, un derivado es algo que existe fuera de sí: una cosa que depende de otra. Los derivados son inversiones de alto riesgo (son pura especulación) que permiten ganar mucho dinero de un solo golpe. Son instrumentos financieros cuyo valor depende del precio de cualquier variable cuantificable. El “dólar futuro” es un derivado.
Tal vez como reacción a la vertiginosa virtualización de nuestra existencia imaginaria, Alan Segal y Larisa Zmud eligieron una serie de obras que hace foco en la materialidad y el uso del mundo. Así, aunque todo parece desplazarse hacia otra dimensión, esta muestra medita sobre el más-acá del más-allá y las posibilidades que se abren cuando el cosmos se compone desde la necesidad del soporte.
Ya desde afuera de la galería nos reciben dos obras sobre el intercambio: “Perdón por la demora”, de Daniel Jablonski, una dulce reflexión sobre las deudas epistolares, y “Gag Reflex, I Wanna Puke in Heaven”, de Josefin Arnell, un potente film lleno de vómitos y carcajadas. Al entrar, se encuentran dos obras en video: “For the Joy of Being Together, They Didn’t Have to Agree”, de Alex Martinis Roe, un complejo trabajo que busca borrar los límites entre discursos y prácticas (y que tal vez se sentiría más cómodo en un museo); y el magnífico díptico de Alan Segal, “Internacia lingvo”, que delibera sobre la supuesta neutralidad del dinero, el uso personalísimo de los billetes y las paradojas de la “libre circulación” en la sociedad del control.
En la segunda sala de la galería se cuestionan los límites: Mercedes Azpilicueta (a través de una obra que resignifica el sonido grabado en una performance sobre la prensa económica) y Gregory Kalliche (con una serie de fotos en papel de espacios virtuales) hacen evidentes las tensiones entre lo sensible y lo pensable y se preguntan por la actualidad de la virtualidad.
En ese mismo espacio, las tres obras restantes ponen de manifiesto la reversibilidad entre lo sagrado y lo profano. Como lo expresó Agamben, si “consagrar” designa la salida de las cosas de la esfera humana, “profanar” es, al contrario, restituirlas al “libre uso de los hombres”. Con sensibilidad y pericia, Martín Touzón, Pablo Rasgado y Kianoosh Motallebi trascienden los bordes entre lo desechable y lo glorificado, lo íntimo y lo público, lo histórico y lo atemporal, a través de tres trabajos que reutilizan —a la vez que destruyen o despojan de sentido— hebras de lana empleadas por Cildo Meireles (actualmente ladrillo), 0,25 metros cuadrados del muro de un taller (ahora galería) y una joya antiquísima (hoy polvo de silicio), respectivamente.
Tal vez allí se concentra el espíritu de toda la muestra que, como lo explicita su texto curatorial, se pregunta por los rasgos distintivos de la producción artística en el mundo actual, cuando el fetiche puede existir sin sustento físico y los afectos tienen un equivalente en dinero sobre el que se puede apostar (claro, a través de un derivado).
Los derivados, curaduría de Alan Segal y Larisa Zmud, Slyzmud, Buenos Aires, 20 de mayo – 7 de julio de 2017.
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