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Si hay una muestra que es pertinente para este presente es Migraciones (en el) arte contemporáneo. Se trata de un cruce de conceptos que, aun en lugares periféricos como la Argentina, no cesa de plantearse desde comienzos de siglo; y, notablemente, aun en países donde el tema de las migraciones es consustancial a la formación de las ideas de nación, patria, nacionalismo o Estado. Es un problema que, lejos de ser resuelto, se agudiza cada vez más acicateado por las comunicaciones, los medios, los transportes, la creciente proletarización de la vida moderna, el nuevo protagonismo que han tomado las creencias que parecían obsoletas en el siglo XX, etcétera.
La exposición curada por Diana Wechsler despliega un conjunto de obras reunidas en torno a un episodio biográfico en común: todos los artistas son migrantes. De modo tal que las categorías de experiencia, forma de vida, testimonio, viaje y narrador son fundamentales para recorrer las tres salas de la muestra. Uno diría que también son las categorías fundamentales con las que se piensa el arte en este siglo; ahí están, son nuestros nuevos otros o nuestras nuevas id ―ya no entiendo, sospecho que la muestra está para cuestionar eso: ¿qué es otro hoy?―. Nuestros “cosmopolitas pobres”, como los ha llamado Silviano Santiago, para nombrar esas masas en movimiento que vemos en circulación constante, como los ejércitos de zombis que acechan en nuestros televisores. Zombis sería la palabra adecuada, porque en la mayoría de los casos se trata de un tipo de subjetividad que la sociología o la teoría del trabajo clásica hubieran llamado “obrero no calificado”.
De allí la pobreza o, mejor dicho, la austeridad severa de los materiales con que está formado el conjunto de las obras que se exhiben. Unas maderas, unos alambres, unas telas y unos clavos. De no existir los videos que vienen a testimoniar y mediar con su presencia de tecnología de último momento, bien podría ser una muestra de los orígenes rupestres del arte.
Un espacio ocupado por obras en el que todos los detalles (las púas de un alambre de púas, las teclas de un piano destartalado hasta la disección o las volutas del estuco del palacio de Versalles) están inevitablemente pensados como partes e instrumentos de un sacrificio humano. Y cuando eso no ocurre, cuando no hay detalle posible, es porque aparecen las voces de los artistas convocados que plantan su obra en el terreno infértil del viaje. Como si nos dejaran un mensaje para una posta restante, mientras están partiendo; como si dijeran: “Te dejo estas notas. No puedo entrar en detalles porque me estoy yendo. Sólo te aviso de este tema urgente…”.
Y entonces aparece ese otro gran tema del siglo XXI: el testimonio y la relación entre el testimonio y la experiencia, que quizás sea el problema más debatido en el arte contemporáneo. Sobre todo discutido con aquellos que creemos que el testimonio no tiene ningún valor agregado a la experiencia ni ningún valor de cosa “directa”. No hay testimonio directo, ni tengo por qué valorarlo más que cualquier otro tipo de narrativa. Es como si la muestra se ocupara de la tensión y el tipo de vínculo que hay entre Estado, arte e individuo en el siglo XXI. El último grito del arte (literalmente, pero ¿podemos llamar arte a eso?), que se puede ver en muestras, bienales, ferias, viajes, en este mundo que ahora es todo periferia sin centro y que, al mismo tiempo, no puede sino representarse así, como orbitando alrededor de una cosa, algo, el centro hueco de una práctica demasiado moderna o demasiado arcaica.
Migraciones (en el) arte contemporáneo, curaduría de Diana Wechsler, Museo de la Inmigración / Museo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, Buenos Aires, 1 de octubre – 31 de diciembre.
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