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El de Rogelio Polesello es un caso problemático: insufrible para varias generaciones, innegable para sus contemporáneos. Pero ese rechazo visceral, casi atávico, de una parte del medio no fue siempre hacia su obra como a su persona, punto de quiebre que vuelve complicado desplegar autonomía de criterios. Se sabe que vivió con un afán oportunista desbordante; ya en 1968 Oscar Masotta daba cuenta de esta particularidad en su “Advertencia” a Conciencia y estructura, y el epítome es su monumento memorial a los Héroes de la Batalla de la Vuelta de Obligado, importante escultura pública emplazada en la localidad de San Pedro, que no guarda relación alguna con su estética ni con su forma de pensar o imaginar el mundo.
Polesello joven, 1958-1974 llama la atención desde el título. Nuevamente estamos ante una muestra encorsetada entre fechas, como sucedió con Marta Minujin. Obras 1959-1989, en la misma institución. Es curioso que esto ocurra con quienes comparten, en el imaginario, ser los jóvenes exitosos destinados a zurcir la transición del cincuenta al sesenta, de la modernidad a la posmodernidad del arte argentino. Y en ambas exposiciones acontece lo mismo: cuesta obviar lo que no está pero se conoce, la zona gris del retratado. Profesa especial gracia en este caso que la juventud aparezca como un valor (cuando se sabe que es, ante todo, un modulador de mercado) y que remarque tanto sin buscarlo a su parte ausente, el Polesello viejo. A las claras el artista capitalizó bien esos años; prolífico y veloz, se desplazó con la liviandad de una mosca en el espejo, aprendió rápido, produjo mucho, diseñó estrategias sustentables. Pero si preguntamos qué nos dice la muestra sobre ese período intenso, que no casualmente va del pacto Frondizi-Perón a la muerte del Teniente General, la respuesta es que Polesello joven, 1958-1974 dice poco y nada. Forzando la mirada, podría proyectarse en sus acrílicos cierta comunión con el desarrollismo incipiente, la referencia al diseño industrial como una utopía vista detrás de un lente deforme; y aun así, pese al empeño de las buenas intenciones, el clima de época se capta en las salas como se capta el reflejo de una sociedad a través de la indumentaria.
Cabe admitir que la muestra en el Malba tiene por mérito rejerarquizar a un pintor. Las obras están a la altura, son inteligentes, atractivas, juguetonas, dinámicas; dejan entrever a un hombre de oficio y a un gran colorista. Pero habría que evaluar, y en rigor, que la Argentina de esos años consolidaba en la talla de Tomás Maldonado y Manuel Espinosa una tradición práctica y teórica contundente. En comparación, los primeros pasos de Polesello resultan interesantes aunque no descuellan, o están a la par de las búsquedas de Ubi Bava o Germaine Derbecq, la esposa de Curatella Manes, por mencionar contemporáneos de calidad menos prolíficos. Digamos: el Polesello joven es un pionero que no descubre la pólvora pero entiende temprano qué hacer con ella en el mundo que viene, un mundo posmoderno que intuye la fusión clave entre modernidad y moda. Tal vez por esto (o por su faceta de publicista) sea que su modo de ver el arte, el diseño y la decoración luzca estéril de a ratos. Porque si bien sus aportes colaboraron a destronar la figuración, de forma extraña también fortalecieron el conformismo. En este sentido, quizás los momentos más bellos de la muestra coincidan con los más humildes, ya en las ideas como en su resolución, y sean incluso los más frescos: los pequeños bocetos del comienzo, los esténciles definidos en formas básicas o el uso del aerógrafo, refinamiento tan difundido a posteriori.
Rogelio Polesello, Polesello joven, 1958-1974, curaduría de Mercedes Casanegra, Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, Buenos Aires, 26 de junio – 12 de octubre de 2015.
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