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Trementina y argamasa

Laura Ojeda Bär

ARTE

La historia de la pintura del último siglo se podría escribir como la historia de sus modos de lidiar con la expectativa de permanencia. Trastocar la voluntad de que el objeto pictórico dure es solamente uno de los caminos que adoptó la toma de conciencia de que ese deseo, lejos de obedecer a una esencia del arte, manifiesta uno de sus avatares históricos. Una forma más matizada en la cual se expresó esa inflexión consistió en hacer de la pintura un arte durativo, como la música o el cine, es decir un arte que se transforma a sí mismo mientras dura. Desde luego, lo que debamos entender por duración en la imagen fija no es algo evidente por sí mismo. Una posibilidad –no la única– es que las pinturas exhiban la dimensión durativa de su proceso constructivo, es decir, que muestren el tiempo en que fueron hechas como uno que ha sido, ante todo, duración.

Frente a los óleos de Trementina y argamasa, la exposición de Laura Ojeda Bär en la galería Moria, tenemos la impresión de que los elementos del lenguaje pictórico sufrieron mutaciones a lo largo del proceso de producción de la pintura. El carácter durativo de la temporalidad se inscribe en la obra de ese modo. Nos viene a la mente una imagen sobre la escena de creación: la pintura empezó de una forma; acabó de otra. Entre el comienzo y el resultado hubo historia: otra forma de nombrar un tiempo cargado de significado pero, sobre todo, de contingencia.

Las dos piezas que reciben al espectador y a las que la posición y el pequeño formato —ligado con frecuencia a la voluntad de condensación programática— permiten pensar como obras-manifiesto se inscriben en esa línea. Por un lado, una imagen abstracta en la que vemos, como en la definición de dibujo de Klee, “una línea que sale a pasear”, en la que sin embargo son los recursos matéricos de la pintura los explotados. Diluida, la línea sobreviene como un evento digresivo en el discurso empastado del cuadro. Por el otro, “Acá pensando en mi próxima muestra”, un autorretrato en el que la heterogeneidad estilística permite distinguir dos niveles de realidad, la potencia de la imagen como artefacto autorreflexivo brilla en esa duplicidad; como si al desdoblar la representación lo que hiciera fuera preguntar por el significado de un cuerpo que se pinta a sí mismo.

El carácter de las huellas que fabrica la percepción es volátil. La pintura parece aludirlo en las marcas acumuladas de cuerpos que han variado de posición. Del cálculo al impulso irretenible, la imagen se despliega en diferentes velocidades. Las pinturas de bancos, con reminiscencia de mecanomorfos picabianos, tanto como las de figuras humanas, muestran esta cualidad mudable de la atención. “Banco hiperespacio” pinta la diferencia entre dos tonos de madera: diverso del uso expresionista que asume en las figuras, hay acá algo heráldico en el color y la administración de los campos cromáticos. De repente la fuga acusada recuerda el idilio entre la pintura y la perspectiva monofocal, pero esa espacialidad coexiste con un rebatimiento que interroga la ilusión pictórica, y al hacerlo, exhibe su artilugio. El prurito del contorno se deshace cada tanto para desagotar en variaciones de un moderno non finito.

La facultad de un soporte físico de alojar huellas de forma permanente está reñida con el hecho de que su capacidad receptiva es limitada. Receptividad y permanencia, los dos atributos de los medios que amplían la memoria humana, son antagónicos pero constitutivos de esa prótesis. Así lo veía Freud en su ensayo sobre la pizarra mágica, ese curioso artefacto en el que creía cancelada la dicotomía entre inscribir y conservar. La serie de pinturas de huella realizadas con trazos celestes y rosados sucios se pueden pensar como avatares de aquella tecnología. Como si lo mostrado fuera el borramiento, el trayecto recorrido por la materia para que las huellas sean suprimidas y la superficie recupere su capacidad de recibir otras nuevas, los cuadros escenifican el abrirse paso de una huella-que-suprime y que produce el ámbito con el que nace la superficie de lo visible. El cuerpo insiste como algo real, y por lo tanto inasimilable. La iconografía no es el único lugar de la pintura en el que se inscribe esa insistencia; está, también, en esta fisicidad de las improntas.

Sucede como si la pintura expusiera la clave de su propio desmontaje y al hacerlo propusiera una historia posible acerca de la manera en que se hizo. Ese relato surge del discernimiento entre dos sistemas de notación: de factura invisible uno, de trazo visible, por lo deliberadamente errático y desgarbado, el segundo. Los podríamos llamar, respectivamente, el sistema-pincel y el sistema-dedo. No se trata de que las cosas hayan sucedido de ese modo, sino de una ficción que la imagen permite reconstruir. Lo dibujístico se opone a lo pictórico, lo preciso a lo indefinido; pero esas antítesis no pueden ser trasladadas de manera estable al par dicotómico dibujo/pintura, sino que su aplicación a menudo es inversa. Puede suceder que la línea establezca un mundo de referencia que el sistema-dedo desarma, pero también que la línea no defina, sino que reste definición. Hay una oposición entre mancha y línea, pero donde las funciones asignadas tradicionalmente a esos dos elementos en la tradición se alteran; la línea, entonces, no describe: señala y a la vez se retira; la mancha induce planos que funcionan como fondo sin gestualidad.

En “Río de la Plata” —una cita a On Kawara en paneles con cifras que parecen referir a la historia política— el espectador se enfrenta con la naturaleza frágil de su certeza: en primer lugar creerá estar seguro del significado de lo que ve, pero un minuto de meditación alcanzará para mostrarle que en realidad los elementos con los que ha llegado a su convicción son precarios. La certeza más firme no tarda en volverse una ruina: se ve obligado a retroceder y tomar distancia de sus propios mecanismos de interpretación. Alegoría de la inestabilidad que gobierna la muestra, el políptico es también el emblema de una percepción herida, capturada en la naturaleza fugitiva de la huella pictórica.

 

Laura Ojeda Bär, Trementina y argamasa, texto de Alejandra Aguado, Galería Moria, Buenos Aires, 10 de agosto – 5 de octubre de 2024.

 

 

3 Oct, 2024
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