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Descompuesta por tres entidades secretas, sacras y evocables, Una flor de quince dólares, la muestra de Martín Legón en Isla Flotante, nos invita a dilear de nuevo con la pasión de un asombro kármico. El paseante tiene ante sí testimonios de funcionarios públicos generalmente peronistas, revistas dominicales de las que se pasan rápido, interesadas en el mundo del arte más reconocible, cuadros colgados, poco pincel, fotos pegadas así nomás. La forma es la de un polirrubro suspendido en el aire. La invitación es a una condena. Del paseo cuelgan estas tres potencias: Liliana Maresca, la política y la estupidez a punto caramelo del desastre.
Maresca es un fantasma puesto en el centro, es aire impuro en la sala a través de un polvillo ilegible que toma formas de reflexiones sobre Pinocho, sobre lo decadente en lo histórico o sobre el pasaje de lo ordinario a la densidad que vive también en forma de piedra no preciosa. Todos los temas de Maresca son manejados con malabares por Legón, que no parece inmutarse. Como si propusiera que el arte se coma a sí mismo, no para terminar con el arte sino para condenarlo a un renacimiento, como ese artefacto monstruoso que Maresca situó alguna vez en el patio de la facultad de la calle Puan cerca del renombrado pinito, un sinfín hecho de apuntes viejos y engrudo en tres dimensiones que la miserabilidad de algunos de los habitantes de esa institución fue destruyendo con sagacidad de vándalo-prolijo-colectivo. La reacción a esa instalación fue una reacción política, cuando política significa lo que creemos que significa en esta muestra que recorremos para recorrernos a nosotros mismos también de nuevo: es un acto de reiteración, de evasión y de fogueo existencial para volver tumultuoso un sentimiento básico, el que consiste en darnos cuenta de la fugacidad con el peso de un cachetazo trágico. La política es liviandad para Legón no porque niegue el peso mítico de la historia en las palabras o los modos de leer, sino porque descubre que la representación es la ciénaga de todo acto heroico de la memoria en trance. Esa ilusión del espectador “comprometido” llama memoria en trance a la estupidez, que acá aparece con imágenes planas del significante Kuitca, entrevistas tediosas a artistas tediosos, el programa de Tinelli rescatado como fierro frío para un buen suicida espectador de cosas enmarcadas o el montaje final de un video más depresivo que erótico sobre la recurrencia de la imaginación como negación, como valor lábil.
Desilusionando, el alquimista Legón vuelve a las pavadas y a las perversiones de objetos reservados para la catarsis pública, la misma que el espectador hace en silencio, con un ojo en la lágrima y otro en la ira. La utilización de escenas históricas, de fuerza dramática y patética a la vez, cercanas al género “enredos”, le asigna a la sala la forma de un circo para un melodrama estratégico. ¿Qué es lo que hay que racionalizar tras las estrategias estéticas en esta muestra? Probablemente, la convivencia con imágenes al azar de algo infinito que las proyecta: la Argentina como malentendido entonado por la violencia. Directamente la advertencia de que las penas hoy resaltadas por el pasatiempo político son otra vuelta de rosca, la reiteración de frustraciones viejas, el plomo de algo normal. Más allá de la representación, más allá de los años noventa, lo que puede bordar la tela para cortar que hay no sólo en esta muestra, sino en toda la obra de Legón, es la pregunta sobre lo desgraciado sin más, llorar la ausencia de gracia para valorar más cualquier rasgo de vida en lo decadente.
Martín Legón, Una flor de quince dólares, Isla Flotante, Buenos Aires, 30 de enero – 27 de febrero de 2016.
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