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Hay una muestra de Sigmar Polke en Nueva York en estos días. Es una pequeña retrospectiva de pinturas montada en cuatro vastas salas de la galería David Zwirner (en esta ciudad cada vez es más tenue la diferencia entre museos y galerías). Le han dado el título de Winterreise, y las pinturas pertenecen, casi todas ellas, a la fase más fuerte de la carrera del pintor: entre los años ochenta y los noventa. La muestra, extraordinaria, me hizo pensar una cosa: que Polke era el gran artista de los estados hipnagógicos, las transiciones entre la vigilia y el sueño. En todo caso, de estos estados tal como los describía Vladimir Nabokov en su autobiografía Habla, memoria.
“Justo antes de quedarme dormido —escribía Nabokov—, a veces soy consciente de una conversación unilateral que sucede en una sección contigua de mi mente, de manera bastante independiente de la tendencia de mis pensamientos. Es una voz neutral, distanciada, anónima, que descubro pronunciando palabras que no tienen ninguna importancia para mí: una frase en inglés o ruso, que ni siquiera me está dirigida, y tan trivial que no merece que la repita, así no estropeo su llaneza con un montículo de significación. Este inocente fenómeno parece ser la contrapartida auditiva de ciertas visiones que preceden al momento en que nos quedamos dormidos, que también conozco muy bien […]. Van y vienen, sin la participación del atontado observador, pero son esencialmente diferentes de las imágenes de los sueños, porque aquel todavía es dueño de sus sentidos. Muchas veces son grotescas. Me acosan perfiles canallescos o enanos floridos, de rasgos burdos, con narices u oídos hinchados. A veces, sin embargo, mis fotismos adquieren una cualidad flou que es sedante, y puedo ver (como si fueran proyectadas en el interior de los párpados) grises figuras que caminan entre colmenas, o pequeños loros negros que se desvanecen gradualmente entre montañas nevadas, o una lejanía color malva que se funde más allá de mástiles que se mueven”.
Esto, precisamente esto, es lo que sucede en las mejores pinturas de la muestra. Si es cierto que el surrealismo aspiraba a componer escenas como se componen en los sueños, Polke ensayaba el arte quizá más difícil de componer escenas como se componen en estos momentos hipnagógicos, cuando lo que sea que pugna por estabilizarse en el temblor general de la conciencia debe tolerar el acoso de apariciones grotescas que lo cruzan y disoluciones que le forman una corona en torno, en un mundo que está hecho de vapor. La oscilación entre lo lírico y lo grotesco en estas pinturas en general enormes sucede a veces en el espacio de milímetros: una pincelada que pareciera sugerir mástiles o postes que se mueven en la lejanía se revela como la nariz de un ridículo demonio que no puede llegar al primer plano porque interrumpe su evolución un manchón de un blanco de semen que debe ser, ahora nos parece, una playa o el lomo de un camello. Las decisiones se multiplican, por eso, en todas partes: las que tomó Polke hace muchos años, cuando pintó estas cosas, y las que nosotros tomamos ahora que las vemos, preguntándonos si estos cuadros y nosotros, respirando en conjunto en esta sala, somos criaturas del orden o el azar.
Sigmar Polke, Eine Winterreise, David Zwirner, Nueva York, 7 de mayo – 25 de junio de 2016.
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