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¿Cómo filmar una película sobre la mafia italiana y el negocio de los estupefacientes después de El padrino, sin caer en un trillado acopio de anécdotas interpretadas por mexicanos bestiales, colombianos en retirada, sicilianos desalmados, píos señores de la Iglesia de Pedro y chicas lindas y promiscuas de tetas perfectas? Parece difícil, pero es lo que ha logrado el director Francesco Munzi con esta pieza de orfebrería ambientada en Calabria, el centro de operaciones de la ’Ndrangheta, la versión (calabresa) de la Cosa Nostra, plegando la trama sobre las relaciones elementales del parentesco, volviendo el ojo sobre el pueblo de origen de una familia que ha hecho carrera en los negocios ilegales de una manera acaso desprolija, “excentricidad” que los hermanos menores no le pueden permitir al mayor, el único que ha resistido a los cantos de sirena del tráfico de drogas, se ha refugiado en el pueblo donde nació, en lo alto de la montaña, donde crió a un hijo que quiere ser como sus tíos y que desprecia la supuesta cobardía del padre. Cuando la acción pasa de Milán a ese pueblo calabrés, se sospecha de inmediato que el drama que se desencadenará será en ese lugar donde todavía hablan en dialecto, donde los hermanos se han ganado algunos enemigos no sólo por no calibrar bien la codicia, sino porque la sangre es la única mercancía que no tiene precio, que se cobra y se paga con la vida.
Almas negras es una película sin decorados espectaculares, un registro casi documental capaz de representar con exactitud qué cosa quiere decirse cuándo se habla de “alianzas de sangre” en el interior de una organización que, según los últimos registros, maneja entre treinta y cinco mil y cuarenta mil millones de euros por año, desde esos pueblos perdidos en el sur continental de la península. Así, a medida que pasan los minutos, la película se cierra sobre sí misma, el aire se vuelve irrespirable, la catástrofe, inminente. Pero el tono es mesurado, nada enfático. Si Freud afirmó —para discutir— que la biología es el destino, estas almas negras invierten el aserto: la familia es el destino. Ergo, la mafia es la familia.
Lo que llama la atención es que Luciano, su hijo Leo y los hermanos menores del clan, Luigi y Rocco, podrían formar parte del elenco estable de CeroCeroCero. El trabajo —junto con Gomorra, su investigación sobre la camorra napolitana— le ha costado el libre andar al escritor italiano Roberto Saviano, que hasta la fecha vive encerrado.
En esa crónica, que retrata con precisión quirúrgica los negociados de los mexicanos, rusos, estadounidenses, italianos, etcétera, no faltan sacrificios, mediodichos nunca aclarados que han “humanizado” a cantidad de personajes que en la actualidad mueven fortunas, apalancados en una cadena de producción negra descentralizada, operativa en casi todo el globo, multiplicada en actores claves y también en millones de extras que hacen un trabajo artesanal unos, industrial otros, financiero, jurídico, lo suficientemente rentable como para que la legalización de las drogas —si fuera el caso— ponga en riesgo la arquitectura entera del capitalismo global. Esos ejecutivos, como los encargados del tráfico de cuerpos y de órganos, ponen en acto una política de captura del lobby y del alma, es decir, una biopolítica de largo alcance, quizá la primera de esa serie que continúa en diversidad de módulos.
Lo que esta película muestra —en un crescendo de tragedia griega, con una violencia solapada, contenida— es que ese sistema sería difícil de pensar por fuera del misterio del parentesco y de las licencias que se pagan por desviarse de una normativa antes que explícita, tácita.
Almas negras (Italia, 2014), guión de Francesco Munzi, Fabrizio Ruggirello y Maurizio Brauci a partir del libro homónimo de Gioacchino Criacco, dirección de Francesco Munzi, 103 minutos.
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