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El tránsito de Atlantique desde los lugares comunes del cine de denuncia social hacia el fantástico entendido como algo que sólo puede hacerse ver entre pliegues está definido al comienzo del film en planos arenosos de playas terminales. Suleiman y sus compañeros construyen un “monstruo” ―ese rascacielos filoso como una navaja, clavado en las costas de Dakar a modo de señalador prehistórico―, y es lo absurdo e infernal de esa empresa lo que los lanza a las aguas del Atlántico hacia Europa, en otra búsqueda tan suicida que se equipara al levantamiento de la torre por lo que tiene de quimera: cubrir una distancia a través del mar o levantar una altura demencial hacia el cielo son medios desesperados, horizontales o verticales, para escapar de un mundo hostil que la globalización ha angostado de manera dramática.
Suleiman está comprometido con Ada, pero entre ellos se interpone una barrera social sólo salvable por una transfiguración de mundos. Cuando Atlantique amenaza con volverse un mero documento, un pasaporte sellado en todas las ventanillas sentimentales del world cinema, Mati Diop cambia de objetivo y libera una pasión por la incógnita y lo sobrenatural que vuelve a enroscar el film sobre un nuevo eje. Y entonces su película se torna siniestra, oscura, inquietante como un cuento de fantasmas susurrado a orillas del mar, la fuerza misteriosa que aquí confunde las fronteras entre la realidad y esa otra zona donde los vivos y los muertos todavía pueden compartir algunas cosas. Hay que remontarse a la perturbadora Evolution (2015) de Lucile Hadzihalilovic para encontrar un uso del poderío hipnótico del océano como el que Diop recupera en algunos de los planos más sublimes de su debut en el largometraje, apropiándose de sus dimensiones más ocultas e inaprensibles y utilizándolas para absorber o expandir cada una de las formas del miedo que invoca, y en el que cabe tanto el fatalismo del amor no correspondido ―como si a Romeo y Julieta les hubieran quitado determinación trágica para reemplazarla por una fantasmagórica nostalgia por lo que nunca llegarán a tener― como la urgencia desangelada de los que temen no poder contar en esta vida con el tiempo suficiente para completar un mínimo grado de existencia verdadera. Orquestados frente a ese mar nocturno, los desalojos mentales de los que requiere el cine fantástico operan, según Diop, como reflejos melodramáticos de un cine que ya casi no se hace. Observar los ojos de Ada, su cuerpo esperando ser tocado en la oscuridad de una discoteca vuelta casa de brujas, es una experiencia intensa y desoladora. Una invitación a perderse en cada uno de esos maravillosos planos donde enormes masas de agua acompasan las voces y los cuerpos de los muertos, privilegio musical del que la cordura de los vivos suele mantenernos a raya.
Atlantique (Francia/Bélgica, 2019), guion de Mati Diop y Olivier Demangel, dirección de Mati Diop, Netflix, 100 minutos.
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