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A la ya nutrida galería de proezas narrativas con que las series de TV vienen ampliando los límites de la ficción, Better Call Saul, la esperada vuelta de los creadores de Breaking Bad, acaba de sumarle por lo menos dos. No era fácil competir con la saga proliferante de Los Soprano, ni con el fresco profuso de Baltimore en The Wire, y mucho menos contentar a los seguidores fanáticos de la negrura abismal de Breaking Bad con el premio consuelo de un spin-off. De ahí que Vince Gilligan y Peter Gould optaran por una metamorfosis narrativa más radical: Better Call Saul no sólo traiciona el avance compulsivo del género con una inesperada vuelta atrás; burla también la distinción clásica entre personajes “planos” y “redondos” (categorías olvidadas del igualmente olvidado E.M. Foster), con la lenta conversión retrospectiva del entrañablemente chato Saul Goodman (el abogado de Walter White y Jesse Pinkman en Breaking Bad) en el conmovedoramente complejo Jimmy McGill, su precursor. Better Call Saul empieza seis años antes que Breaking Bad, no sin antes regalar un breve salto al futuro para confirmar el destino gris que el propio Saul había profetizado en el penúltimo capítulo de la serie. Se abre con un estilizado prólogo en blanco y negro al ritmo de los Ink Spots cantando “Dirección desconocida”, una ironía sutil para retratar la grisura del destierro en el Cinnabon de un shopping de Omaha, Nebraska, al que lo ha condenado la caída del imperio metaanfetamínico de Walter White. Pero del personaje plano que arrancaba sonrisas con sus one-liners sólo quedan los infomerciales coloridos con que se promocionaba en sus gloriosos días de lavador de dinero, que ahora mira nostálgico en un VHS y que acaban por reflejarse en sus lentes de marco de metal para dar paso al color, retroceder en el tiempo y reconstruir la historia que de veras cuenta en el spin-off: el trabajoso ascenso de un timador callejero, Jimmy McGill, a leguleyo de oficio, showman de tribunales, defensor de ancianos estafados, maestro de retórica, colega al fin del renombrado hermano mayor, y los motivos de la caída hacia el submundo de Saul Goodman, el vivillo de corbatas chillonas que resolverá los embrollos de Walter y Jesse en Breaking Bad. Y aunque el salto retrospectivo no revive a los protagonistas de la serie anterior, cumple en darle una familia al futuro brazo armado de Saul, el lacónico ex policía Mike, y a Tuco, el narco brutal, todo en el mismo paisaje de colores saturados de Albuquerque en el que Walter White estará dándole clases de química al díscolo Jesse Pinkman.
Pero agreguemos una proeza más. Better Call Saul se toma su tiempo para contar lo que tiene que contar y renuncia a la habitual dosis de manipulación que anima casi por definición al serial. Si al cierre de cada episodio uno quiere ver más, no es a fuerza de incidentes al borde de la cornisa ni finales imprevistos, sino de una intriga mayor. Queremos ver cómo aquel charlatán hueco que estaba en segundo plano va cobrando cuerpo, matices y hasta un alma noble; cómo el genial Bob Odenkirk va ganándose a puro mérito el centro de la pantalla; cómo las circunstancias moldean un destino hasta que de pronto lo tuercen; cómo la comedia vira imperceptiblemente al drama. Hacia el final de la primera temporada, los verdaderos motivos de nuestra fidelidad a la promesa del “continuará” quedan todavía más claros. Queríamos un nuevo episodio de Better Call Saul por el puro gusto de ver cómo se puede hacer arte con inteligencia y hondura, imaginación narrativa y visual, en el medio más codificado de la cultura popular.
Better Call Saul, guión y producción de Vince Gilligan y Peter Gould, AMC, 2015.
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