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Liberado de la nefasta influencia del guionista/predicador Guillermo Arriaga, Alejandro González Iñárritu regresa al cine, podría decirse, por primera vez desde la potente y deslumbrante Amores perros (2000). Un detalle no menor es que ese regreso tiene lugar a través de un luminoso y recargado ejercicio de teatro filmado, que parece una liberación gótica de antiguos padecimientos antes que un replanteamiento más o menos consciente de los manierismos y los tics que habían convertido sus películas anteriores (con un punto álgido en la casi ofensiva Biutiful de 2010) en un festival de arbitrariedades y bajadas de línea. Aquí ya no están esas engañosas estructuras del azar (accidentes de tránsito, pequeños cataclismos de la domesticidad) que solían poner en marcha sus ficciones, y todo ha sido reemplazado por un carrusel de diseño montado sobre un único y engañoso plano secuencia. Ese truco de cineasta con un claro dominio de la técnica —a esta altura de los acontecimientos, ya no pueden quedar dudas de que Iñárritu filma bien— es la máquina que mantiene artificialmente viva toda la película, como si el saludable replanteamiento de temas que el director se propone le hubiera provocado una crisis de pánico escénico. El escaso lugar que el placer tiene en su cine ya se ha convertido en una de sus marcas de origen, aunque ahora los anzuelos arrojados a la sensibilidad del espectador tengan por objetivo sacudirlo y no violentarlo —actitudes que pueden llegar a ser muy diferentes entre sí— y, en principio, se agradecen. Lo que persiste, sin embargo, es esa escasa confianza en los personajes que le impide desprenderse de una vez por todas de las rémoras del puro diseño, que otra vez preceden a la obra y le impiden crecer y respirar, ir más allá del mero placer fosforescente, puramente retiniano, que puede otorgar el estallido de un fuego de artificio antes de desaparecer en el cielo. En la disyuntiva entre piedad o ensañamiento parece condenado a oscilar el cine de Iñárritu. El tono de la vida es siempre cruel o chillón, demasiado obvio como para adquirir alguna gama de complejidad que lo vuelva verdaderamente interesante. Riggan Thomson (un crispado Michael Keaton) padece un entorno con el que no puede establecer contacto alguno, y su cruzada individual por llevar al teatro el texto de Raymond Carver nos ofrece su perfil más desesperado y menos angelical, rebotes crueles de su personalidad enferma y todavía prisionera de aquel mundo de monstruos y superhéroes alados en el que alguna vez fue determinante. Lo que aquí lamentamos es el empeño de Iñárritu en demorar y entorpecer esa idea mediante el peso de su explicación. Los mejores momentos de Birdman tienen que ver con ese retorno al pasado constantemente bloqueado por la culpa y la inseguridad, con la forma en que esa fábula de levitaciones y telequinesis que parece cocinarse en su mente como un mecanismo de defensa se estrella frente a una realidad de la que nunca deja de ser víctima. En ese ir y venir de fuerzas desquiciadas, el cromatismo gritón de Iñárritu y sus nuevos guionistas diseñan una película sobre la utopía de construir un sentido de realidad propio en el que las fallas de la imaginación titilan como pequeños hallazgos en un mar de confusión. Hasta qué punto Inárritu volverá a confiar en el poder de las imágenes y no en las tretas de un mago es una pregunta que sólo sus próximas películas responderán para bien o para mal. Lo alentador del asunto es que Birdman es mucho mejor de lo que hubiéramos esperado.
Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia (EEUU-Canadá, 2014), guión de Alejandro González Inárritu, Nicolás Giacobone, Alexander Dinelaris Jr. y Armando Bo, dirección de Alejandro González Inárritu, 119 minutos.
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