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¿Quién es Borgman, Camiel Borgman? ¿Es un conspirador, un personaje, un asesino, un canalla, o es un colectivo que sale a la superficie sólo en determinados momentos, un equipo de sofisticados delincuentes preparados para introducirse físicamente en las casas de la alta burguesía neerlandesa, una troupe de psicojusticieros dispuestos a terminar con el individualismo de alta gama, culposo a pesar del calvinismo desayunado con granola y jugos naturales?
En Borgman esas posibilidades se amplían al infinito. Nunca se sabe la fecha de los sucesos; nunca la hora; nunca el tiempo —se supone que se trata de un futuro inmediato, pero no es seguro—; nunca la cantidad de involucrados; nunca (logro de la película) si Borgman o Borgman-y-los-suyos, la banda-Borgman, son peores o mejores que sus supuestas víctimas. Considerando las noticias de actualidad, los buenos serían Bergoglio, Obama, Nicolás Maduro, los filántropos de Silicon Valley, los aventureros de la alterpolítica, los “precios cuidados”, los intensivistas que cuidan a Gustavo Cerati, los que mastican chía y protegen a perros viejos, etc. Bien, permítaseme dudar de esa bondad.
La película arranca con tres muchachones armados hasta los dientes, decididos a terminar con los supuestos malos, que viven bajo tierra, en pequeñas cuevas que cambian de lugar cuando padecen algún ataque con cuchillos, lanzas, fusiles. Como no se sabe si el mundo se terminó como era, o es, y no se ven chinos ni tampoco oquedales o tierra baldía, resulta que la conducta de los buenos es inexplicable. Pero Borgman se hunde en el bosque y golpea la tierra en dos lugares donde otros dos Borgman duermen. Es gente preparada. Se escapan, se visten, cambian de aspecto, roban, mienten: digamos que conocen los trucos de la política.
Camiel Borgman se mete en un parque arbolado y llega hasta la casa de los dueños, un pelado muy idiota y una gorda romántica que cuida de tres hermosos niños rubios, también por una hermosa institutriz rubia. Borgman toca timbre y el pelado se niega a prestarle su ducha para que el mugriento se bañe. Pero el mugriento insiste y el pelado, otro bueno, le pega una paliza fenomenal, que desata la culpa de la gorda. A partir de ese momento, curado por la señora, Borgman se instala en un cuchitril de madera pero se aparece todo el tiempo por la casa, cuenta cuentos a los niños, exige que la gorda lo alimente y le prepare baños de inmersión y escucha, detrás de las paredes, las discusiones cada vez más frecuentes del matrimonio. Es en esas grietas donde operará el clan Borgman, un químico y un cirujano de traje y corbata que suelen usar la clásica cerbatana con curare y un polvo extraordinario que produce estados de melancolía y manía, de carácter sexual. La institutriz es una belleza, una ninfómana desatada.
Borgman recuerda vagamente a Funny Games, de Michael Haneke, pero es más cruel, así como sus juegos de espejo entre el adentro y el afuera de las mentes son más extremos; su maldad se justifica por la servidumbre voluntaria, y los personajes, verosímiles, no necesitan del resentimiento (ni de los placebos) para habitar ese universo de discurso tan horrible como desopilante.
Borgman (Países Bajos, Bélgica y Dinamarca, 2013), guión y dirección de Alex van Warmerdan, 118 minutos.
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