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Lo más desconcertante del último cine de David Cronenberg se haya en esa treta de arte y muerte que siempre se las ingenia para resultar incómoda aún en plena sobredosis audiovisual. Demasiado acostumbrados como estábamos a tratarlo de anatomista obseso o caníbal místico pasado por sucesivos filtros orgánicos, quizás sea hora de asumir su vocación perversa y aceptar la extinción del sistema de abyecciones en que consistía su mundo original (el que llega hasta ExistenZ, de 1999) para pasar a considerarlo una especie de humanista extraviado en una época en la que a los cuerpos comienzan a faltarle función y sentido. Una vez que habíamos logrado asimilar su estética gelatinosa y revulsiva, Crímenes del futuro se ofrece, más que como una película sobre el cuerpo, como la crónica del nacimiento de su plano interior: una organicidad futura y más trabajosa, un sistema de conexión con la realidad en el que la piel es un obstáculo y la genitalidad un impedimento.
Conviene prestar atención a lo que se habla en Crímenes del futuro, una película feral por lo que se dice y no tanto por lo que se hace en ese mundo futuro donde el carácter mortífero de la mutilación parece devaluado y apenas puede justificarse en distintos objetos de consumo, entre ellos los “órganos” que el cuerpo de Saúl Tenser (Viggo Mortensen) crea espontáneamente para que sean trabajados por su amante/artista Caprice (Lea Seydoux) en espectáculos performáticos muy exclusivos. Por momentos, los diálogos, que casi siempre discurren sobre algún tipo de monstruosidad, tienen una gravedad y una desazón shakespereanas, llamativas por ser omnipresentes en una película consagrada a una extraña celebración de la vida.
La marginación sufriente de Tenser —que atraviesa el desierto urbano cubierto con una túnica que lo asemeja a un leproso— es la misma que la de Packer, el trader insomne y neurótico de Cosmópolis (2012) o la de todos los protagonistas de Maps to the Stars (2014), ese carnaval de incestos e incendios. Frente a los freaks pasados del cine de Cronenberg (telépatas asesinos, mutantes rabiosos, voyeuristas agitados), sus nuevos personajes parecen replicantes desprogramados, seres inacabados, solitarios suspendidos en el vacío, fijados interiormente a un tipo de muerte que no es biológica sino espiritual, y de la que sus cuerpos cicatrizados dan cuenta integrándose o apartándose de procesos sociales más amplios o complejos que la simple descomposición. Desde hace un tiempo ya, Cronenberg logró que sus ficciones apunten hacia una dirección inédita para él, en la que ese tipo de sacrificio funciona como una extraña afirmación vital. Al descubrir lo que ganaba conectando con los mundos maquínicos y semicerrados de J.G. Ballard, Freud o Don Delillo, conquistó una posición en la que puede filmar emancipado de las modas tecnológicas presentes sin dejar de entregarse a la fascinación morbosa por esos artefactos protésicos y quirúrgicos que pueblan sus ficciones. Esa potencia inconformista lo hace acreedor de otra inesperada cualidad, una profunda y sorprendente alegría, y desde esa posición inusual Crímenes del futuro pasa por alto el estado de alerta permanente del cine de terror contemporáneo y elige transformarse en pura superstición. Tiene gravedad, claro, pero sobre el final opta por la sonrisa, para que todo el pesimismo de la ciencia ficción contemporánea parezca, apenas, un documento más de antaño. Es un claro privilegio ese, el de saber esquivar las trampas del Zeitgeist que toca en suerte, sólo reservado a los cineastas realmente adelantados a su tiempo.
Crimes of the Future (Canadá/Francia/Reino Unido, 2022), guion y dirección de David Cronenberg, 107 minutos.
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