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Lo primero que uno se pregunta, luego de ver la tercera temporada de Dark (2017-2020), es qué vuelve atractivo, para millones de seriéfilos, un producto de entretenimiento capaz de transmitir tanta tristeza. ¿Será que, ante la evidencia de la catástrofe en marcha, nos viene bien una dosis de martirio? Entre la constatación de que el destino es inalterable y la asimilación de que su existencia es un error en la matriz, el personaje de Martha no ofrece otro rostro que el del sufrimiento a lo largo de los ocho capítulos finales de la serie, sus pómulos siempre humedecidos por las lágrimas, sin importar el momento o la realidad que habite.
Sintetizar la trama de Dark es arduo, pues Jantje Friese y Baran bo Odar, los creadores de la serie alemana sobre viajes en el tiempo y entre realidades, se han esmerado en hacer de ella un laberinto que en la última temporada mantiene al espectador en un estado de confusión permanente. Sin verdadera necesidad, hay que decirlo. A la cautivante puesta en imágenes de las primeras dos entregas se han añadido capas y capas de información y derivaciones que no enriquecen la idea, sólo la enturbian en un afán de sofisticación narrativa. Borges es la figura tutelar del relato, pero Dark carece de la elegancia de sus soluciones.
Como buen objeto posmoderno, la serie no escatima en guiños para hacernos sentir un poco más cultos, de la mitología griega al bosón de Higgs, pasando por Nietzsche. Su aspecto más interesante, sin embargo, es la exploración de los estados de duelo y melancolía. Es como si la imposibilidad de dar un marco a la pérdida —inicialmente la del padre de Jonas, el suicida Michael— desembocara en un estado alucinatorio, un sueño en el que es posible viajar en el tiempo y cambiar el destino… aunque eso implique descubrir que tu padre es el hermano menor de tu novia. Hemos llegado hasta aquí sólo para constatar que el incesto sigue desbaratando el orden simbólico.
De haber puesto más atención a los créditos iniciales, ambientados con una canción de Apparat que participa del desconsuelo, habríamos anticipado que la cosa no se iba a quedar en simples paradojas temporales: como en una prueba de Rorschach, las imágenes se desdoblan y producen resultados perturbadores, anunciando que a este mundo lo acompaña otro, su espejo, idéntico y a la vez distinto. Son realidades anudadas, como antes los tiempos, lo que permitirá que los personajes se encuentren consigo mismos, con la misma edad o con otra. Siempre insatisfechos, siempre como marionetas de dos ancianos que, ya que en el fin está el principio (el motto de la serie), se hacen llamar Adán y Eva.
En uno de sus mayores aciertos, Dark trabaja con la reducción del mundo. Es plural en tiempos y realidades, pero no hay más lugar que Winden, el Twin Peaks alemán que, pequeño detalle, es vecino de una planta nuclear. Se trata de un marco para observar a criaturas que, incapaces de incorporar sus pérdidas (de matar a los muertos), se transforman en fantasmas melancólicos que atraviesan las épocas y se extravían con cada descubrimiento, hasta desvanecerse como partículas de tiempo.
¿Estamos ante un final feliz para este rompecabezas que combina bosques y paisajes apocalípticos, infidelidades y amores imposibles? Las ansiedades ambientales de la serie son evidentes y podrían explicar su fascinación por lo lúgubre. Los creadores de Dark saben que, hoy, ecología y melancolía forman un nudo más enredado que el que sus personajes buscan deshacer.
Dark, creada por Baran bo Odar, Netflix, 2017-2020, 26 episodios. (Esta reseña se publicó originalmente en La Tempestad, el 14 de julio de 2020).
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