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La primera secuencia de Diamantes en bruto describe su argumento. De una mina en Etiopía de la que se extraen piedras preciosas vemos salir a un trabajador con una herida en la pierna. El momento de crisis es aprovechado por dos de los mineros, que ingresan nuevamente en la excavación para extraer una gema destinada al contrabando. La cámara se acerca a la roca y entra en ella, se desplaza dentro de las múltiples caras de sus cristales y estos se van convirtiendo en los tejidos internos de un cuerpo humano, el de Howard Ratner (Adam Sandler), un joyero judío de Nueva York que espera una piedra de esa misma mina para revenderla y así saldar una serie de deudas que están complicando su vida y su negocio.
La trama se inaugura entonces como un cristal facetado: Estados Unidos brilla por un lado, Etiopía por el otro. Dentro de la piedra, el factor de conexión es el dinero. El dinero está presente en la movilidad y los deseos de los personajes. En Good Time (2017), el dinero también tenía un rol central, pero allí se trataba de dinero robado. Aquí, en cambio, los billetes tienen su origen en otro tipo de clandestinidad. Los billetes circulan por una dimensión delictiva subterránea, y desde allí buscan salir a la superficie de manera legítima. Pero aun cuando la película muestra el lugar del que salen las piedras y las condiciones de trabajo de los mineros para contrastarlos con la vida urbana neoyorkina, Diamantes en bruto no pretende dibujar el circuito del dinero sino su ritmo o, mejor aún, sus sonidos. Desconectado de su procedencia, de la idea tradicional de trabajo destinado a ganarlo y también de aquello por lo que se lo puede intercambiar (pese a la sumas de dinero con las que tratan, los personajes no parecen disfrutar sus lujos), el dinero vale sólo por su presencia, por su imagen en billete. Los personajes son adictos al ritmo que el dinero les impone, y no a la vida que puede comprarles. La danza del dinero empieza con ese movimiento de cámara inaugural y se prolonga en un conjunto de sonidos saturados que van uniéndose en una composición integrada por el ruido de la ciudad, una música extradiegética que se asemeja a la adrenalina de un videojuego y un conjunto de diálogos superpuestos (en el cine de los Safdie, todo el mundo habla al mismo tiempo). La cámara acompaña ese frenesí con un régimen de movimientos constantes, aunque a veces estos sean leves como un tic nervioso. Los reflejos de vitrinas, puertas, anteojos y ventanillas de autos y las imágenes duplicadas por las pantallas de los dispositivos móviles y de televisión terminan de componer todos los reflejos de este cristal. Se trata de ver pasar el dinero y seguirlo, construirle un puro presente donde la coherencia y el desarrollo de las acciones parezcan deshacerse sin que cada una de esas imágenes aparezca, a su vez, como la más importante de la película. En ese tiempo extraño en el que transcurre Diamantes en bruto, el pasado ya no presiona sobre el presente como en el cine moderno, pero tampoco se inscribe dentro de un relato cronológico como en el cine clásico. Se trata, más bien, de una imagen más entre las otras, un tesoro parcialmente hallado pero todavía inaccesible. Ese anhelo es, sin duda, la cifra que marca el ritmo con el que los billetes pasan de mano en mano. Más que la promesa de un cristal, Diamantes en bruto nos muestra la piedra al estrellarse contra el piso y los pedacitos que quedan tirados allí, en el suelo, visibles, recordándonos que alguna vez pertenecieron a un diamante precioso, aunque ya nadie sea capaz de reconstruirlo.
Uncut Gems (Estados Unidos, 2019), guion de Ronald Bronstein, Benny Safdie y Joshua Safdie, dirección de Benny Safdie y Joshua Safdie, 135 minutos.
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