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Tarantino Inc., ese imperio de pera enorme y nacido leyenda de sí mismo (la fábula Pacman-de-videoclub-que-supo-evolucionar-en-forajido-millonario) finalmente dejó de detonar el western de su ADN en formas derivadas y decidió darle, a la hora señalada, una forma. Esa forma, impura pero justiciera (con la tierra entre los dientes y en la billetera del género), es Django sin cadenas, su último mix-film. Django fue alguna vez Franco Nero, italiano hasta el premolar, y es hoy, para bronca de Spike Lee, un esclavo-devenido-badass que se calza la jeta ultracool de Jamie Foxx (tan ulterior en su arte de patear culos es la presencia de Foxx que hasta es posible creerle que en los Estados Unidos sureños, pre-Guerra Civil, había unos lentes negros dignos de rapero de Miami). Es lógico: Tarantino convirtió la canchereada en un arte sinfónico; su manejo orquestal de su cinefilia de Alejandría ha generado formas tan cristalizadas como aceitosas (aceite en el agua sería una imagen para su polimórfica forma de moverse en su pasión) de cine. Django/Foxx es sólo una de las múltiples herramientas de los modos Victorinox con que Tarantino sabe, ha sabido, ¿sabrá? crear un cine épico, con corazón, pero que se siente tallado, no prefabricado. Tarantino ama sus películas, ama construirlas, y acá íbamos, hasta se puede oír la alegría de las yemas de sus dedos pasando vinilos, soñando su nuevo Frankenstein musical, esa banda de sonido con más alma de mix-tape elegante y medio pomposo (con razón, pero pomposo) que abre caminos melómanos como si fuera un rinoceronte. Pero Django sin cadenas, en toda su ferocidad –arquitectónica, sí, pero visceral–, tiene un instante bisagra que muestra por qué Tarantino, o el cine, o la música, a veces son más de lo que ellos y nosotros creemos. Django y su amigo alemán (quien lo ha salvado de ser esclavo y lo convirtió en cazarrecompensas) han terminado su primera matanza. Están a punto de partir a salvar a la princesa de Django. Tarantino, entonces, con la yema millonaria pero callosa de vinilos, desempolva un clásico de Jim Croce, “I’ve Got a Name”. La guitarra sola, amable, desértica, de fogata, arranca. Y la voz nasal y campestre de Croce empieza a cantar: “Like the pine trees lining the winding road / I’ve got a name”, y la letra sigue elevándose, empieza galopar hablando de libertad, de ser aquello que papá no pudo, de tener un nombre. Mientras la canción crece, Django y el germánico, callados –ni palabras necesitan–, montan sus caballos. Es obvio que la marcha del orgullo le calza como herradura a la fábula de Django. O al menos Tarantino lo hace obvio. Se abre la puerta del establo, justo cuando el tema se abre su propia tranquera y se arremolina, y sale al trote liberado; y ambos, bah, los tres (canción, ex esclavo y ex dentista) salen a la naturaleza, impulsados por esa otra fuerza natural que es Tarantino. Y ese instante, equino en su belleza, western en sus ropas, Tarantino en su fibra, confirma que a veces, sólo a veces, Tarantino va más allá de sí mismo, de su nombre. Y llega a lugares donde el cine es canchero, sí, pero amado, pufff, como pocas veces.
Django Unchained (Estados Unidos, 2012), guión y dirección de Quentin Tarantino, 165 minutos.
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