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El cine de Olivier Assayas tiene una cualidad única, la de ser melancólicamente contemporáneo. Su presente es una especie de réquiem o lamento por el futuro que ya llegó, como si la materia del tiempo no fuera otra cosa que el hábito de la civilización actual de desintegrarse hacia adelante. Y si ya en Demonlover (2002) esa desmaterialización de la vida cotidiana se presentaba en clave ultramoderna y como una enfermedad hecha de prisa y aceleración, Dobles vidas supone esa misma pérdida de fricción entre los hombres y las cosas, repitiendo el entorno corporativo pero quitándole el sesgo ciberpunk y apocalíptico y reemplazándolo por la lógica zigzagueante de la comedia romántica, inserta en un ecosistema cultural donde el deseo y la pasión son los commodities de una realidad que está reemplazando sus lenguajes a una velocidad cósmica. Dobles vidas es un sistema de entradas y salidas en el que el ritmo frenético de los encuentros y desencuentros es una consecuencia del modo en que sus personajes parecen querer rebelarse contra la asepsia y el aplanamiento contemporáneos de la vida sentimental, impuestos por cierta tiranía de la imagen que ha hecho de la estética una declinación torpe del narcisismo y de los espacios de la cultura, un container de superficialidades donde la palabra molesta. En Dobles vidas, hombres y mujeres luchan por aclimatarse a la tecnología y en el camino pierden, recuperan y vuelven a perder el sentimiento interno de la actitud amorosa. Una actriz y su marido editor ven tecnificarse entre ellos todas las pasiones que los conectaban (de la artística a la sexual), mientras un escritor al que se le reclama inspirarse “demasiado” en la vida real (como le pasaba al Woody Allen de Los secretos de Harry) no alcanza a definir el horizonte vital de una época que está confiándole su memoria a Google. Esa encrucijada emocional, que obliga a adoptar una actitud “profesional” frente al universo de cualquier relación posible, es la que Olivier Assayas mira con profunda desconfianza, quieto escepticismo y —finalmente, y a pesar de todo— romántica esperanza. Su apuesta por un eros primitivo, antimaquínico, es una forma de reivindicar la posibilidad de amar u odiar sin sentido, de enamorarse y frustrarse por el sólo placer de estropear el culto contemporáneo a la perfección, a la completitud, a la uniformidad. Hombres y mujeres modificados en su naturaleza, nos dice Assayas, sólo pueden hacer pie en su época a través de robos e infidelidades, cambios de registro y pequeñas redenciones cotidianas. El lenguaje oral u escrito vuelve a ser vehículo de lujos ahí donde la imagen traficada entre redes que nada conectan pulveriza la experiencia de cercanía, y por eso en Dobles vidas se habla tanto y tan bien. Ya tenían mucho en común, pero Assayas nunca estuvo más cerca de Godard. Como este último en Masculino-Femenino (1966), se ha puesto todo lo pop que nuestra era de la tecnificación final del sentimiento permite, para recordarnos que en tiempos aciagos el amor puede llegar a ser la última ideología posible.
Dobles vidas (Francia, 2019), guion y dirección de Olivier Assayas, 108 minutos.
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