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El melodrama es para Pedro Almodóvar una lengua natal, la estructura suplente, imaginaria de la que se vale, como creador, para darle al mundo una vastedad y una consistencia de la que este, originalmente, carece. Los materiales baratos de esa lengua (lágrimas, colores, algunas pocas risas) lo ayudaron a construir, en poco más de treinta años —pongamos Matador (1986), un poco arbitrariamente, como punto de partida de su filmografía— un universo al que sólo se accede como travesía desenfrenada, y siempre y cuando se tolere la devoción por el poder físico del desecho, de la baratija sentimental, de la pasión por ampliar hasta donde se hace tolerable el poderío estético del arrebato.
La potencia del último tramo de la filmografía almodovariana —de Carne trémula (1997) en adelante— está marcada por un tono que Dolor y gloria viene a consolidar a través de cierta contradicción aparente, sabiamente construida como mecanismo narrativo. En su película quizás más autobiográfica, lo que en un lejano principio se ponderó como “marca autoral” —todo lo “chillón” que pudo haber tenido la “movida” madrileña, con sus aciertos y desaciertos— aparece entrecomillado, puesto en relieve, cuestionado con la perplejidad que sólo puede dedicarse a un objeto que se sabe perdido para siempre. La puesta en memoria de Almodóvar (Salvador Mallo en la ficción) parece la reparación de un sanguíneo error de continuidad o de apreciación nunca consensuado; la historia de cómo se fue reconstruyendo la propia vida en las películas que la precedieron, y de la que Dolor y gloria viene a ser como una confirmación de los detalles —y los daños “colaterales”— que sólo aparecieron con los años. Mezcla de lo real con lo imaginario, orgullosamente cerrada sobre sí misma, Dolor y gloria no se deja acceder sino por partes, como un mecanismo complejo que, desmontado y vuelto a armar, revelara nuevos sentidos en cada una de sus funciones autónomas. A Salvador Mallo lo sacan de su ostracismo para ponerlo frente a su propia obra —la restauración de Sabor, la película que treinta y dos años atrás lo llevó al éxito— y Almodóvar nos pone, a su vez, a nosotros frente a la erótica desquiciada que le tomó mucho tiempo y esfuerzo definir como autoría, para pedirnos que volvamos a pensarla. Almodóvar fue a la “movida” de los años ochenta lo que Fassbinder al Nuevo Cine Alemán de los setenta: un martinete sin culpas, orgullosamente salvaje y desprejuiciado, que sólo en la repetición pudo dar a entender su diferencia. El monólogo “La adicción”, al que Alberto (Asier Etxeandia) le pone el cuerpo del presente y en el que los cuerpos del pasado se ven y se identifican, es el espejo jadeante en el que Almodóvar ha decidido volver a mirarse, acaso pautando por última vez el deambular de toda una generación que se obligó a odiar y amar con pasión dramática todo lo que la precedió, para poder construir con esa mezcla un cine nuevo, moderno y sobrehumano. Salvador Mallo es el último de los creadores “rotos” almodovarianos, junto con el ciego Mateo Blanco de Los abrazos rotos (2009) y el torturado Enrique Goded de La mala educación (2004). Es, además, el más trágicamente sincero de todos, quizás porque Almodóvar, en un momento extraordinario y crepuscular de su carrera, ha terminado, por fin, de desnudar su alma ante nosotros para asumirse de una vez por todas como una parte fundamental del cine contemporáneo. No hay un ego desbordado en ese gesto, sino un acto de pura y simple justicia poética.
Dolor y gloria (España, 2019), guion y dirección de Pedro Almodóvar, 113 minutos.
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