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Con el primer fotograma ―la voz y la imagen en un material de archivo de Raúl Alfonsín en ejercicio del Poder Ejecutivo agradeciendo públicamente el aporte de la Conadep―, El clan, la película en cartel de Pablo Trapero, anuncia un nuevo intento del cine argentino por hacer obra a partir de un cruce largamente visitado: las relaciones entre historia y ficción. A buena distancia de la indignación moral y la condena ético-política que domina la revisión del pasado reciente en la pantalla local de los años ochenta, la invención de Trapero mira hacia atrás con una fórmula que se sabe incorrecta pero convocante: cierta voluntad de verdad y una explícita vocación de entretenimiento, que tensan de principio a fin las partes del par constituido por el “caso Puccio” y su simulación audiovisual.
Por un lado, Trapero fabrica un espejo que devuelve una figuración sintomáticamente oculta durante la “primavera alfonsinista” y aun después, cuando el destino de la familia a la vez “bien” y criminal terminaba de escribirse y empezaba a devenir leyenda. Como contracara de las crónicas periodísticas que ven en el clan Puccio una excepcionalidad sólo abordable desde la figura de un padre que se convierte en la personificación misma del Mal, el clan de Trapero se va dibujando como el producto específico tanto de la transición que resuelve el paso de la etapa procesista a la restauración de la democracia, como de la biografía familiar que llega a la tragedia por la alianza endogámica entre el amor filial y el juego de poder que habita unos rígidos lazos de sangre puestos al servicio de un proyecto mafioso. Aprovechando la narcosis de una sociedad habituada a convivir con la duplicidad de una vida cotidiana que esconde el horror tras las apariencias, quien fuera compañero de Aníbal Gordon en los servicios de inteligencia y los grupos operativos del terrorismo de Estado convierte a su familia —a través de la manipulación y la capacidad de presión ejercida en nombre del afecto, la autoridad paterna y la lealtad parental debida— y sus “activos” (los dos hijos varones de mayor edad; su esposa, que prepara la comida para todos, incluidas las víctimas; la rotisería que explotan; el auto que los traslada; la casa donde viven) en la mascarada y el soporte humano, material y logístico para el secuestro, el cobro del rescate y el asesinato de conocidos empresarios.
Por otro lado, la doble génesis del clan (la historia social y la novela familiar) se formula, en parte, con la identidad de un estilo que Trapero hizo crecer a lo largo de más de veinte años de carrera: el uso de fuentes documentales que enmarcan la acción como recurso para volver veraz la diégesis, o una fotografía que hace predominar primerísimos planos sin profundidad de campo, convirtiendo los rostros de los Puccio en la geografía donde transcurre el drama, rodeados de un mundo en el que no encajan y que se desvanece, como las zonas fuera de foco que los envuelven en cada toma. Pero también aparecen a lo largo de toda la película las convenciones y las reglas del cine de género a la manera en que Scorsese se apropia de la tradición de gangsters en Goodfellas: la construcción de los escenarios y los personajes desde un casting, una interpretación actoral y una dirección de arte decididos a sacrificar realismo por efectismo; el montaje paralelo y la musicalización exaltatoria y anempática para encontrar la forma de las escenas de violencia; el orden de la información dada y los giros de impacto en el guión, entre otras marcas. Esa estetización de una historia “basada en hechos reales” neutraliza la capacidad crítica del film y reinstala la pregunta por los límites de la representación. En unas salas crecientemente colmadas, cada espectador de El clan puede ver la caída de Arquímedes y sus cómplices ―cuando una época histórica surgía y el viejo régimen militar se retiraba― con la comodidad y el disfrute de un espectáculo amigable, permaneciendo ajeno a las tramas que insisten en el presente ―la violencia institucional, el discurso de la antipolítica, la cultura del “no te metas”, sin agotar una enumeración posible― como una rancia herencia que sigue atravesando y escribiendo la historia y la ficción nacionales.
El clan (Argentina, 2015), guión y dirección de Pablo Trapero, 110 minutos.
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