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Tal vez convenga no hurgar demasiado en las películas de Baz Luhrmann, porque una curiosidad cinéfila más o menos legítima puede llevarnos peligrosamente a descubrir de qué están hechas. Su lógica de juguete irrompible (vistoso aunque finalmente inútil) y su arquitectura de multiprocesadora que devora y regurgita referencias culturales a velocidades lisérgicas, ya no pueden molestar a nadie en una época en que el cine popular se ha reducido a refritos y estiramientos hacia atrás y hacia adelante de marcas y franquicias. Pero en comparación con los hermanos Wachowski, por ejemplo, cuyos subproductos se promocionan y venden como cine aunque nunca lleguen a serlo en sentido estricto, Luhrmann es un director y un autor (aunque no necesariamente en ese orden) al que la pantalla ancha, el sonido digital y –ahora– el 3D todavía no engullen. Que lo aplasten, claro, es otra cosa, pero aun así todas sus películas tienen un encanto extraño, como de hechicería melancólica, que obliga a tomarlas (relativamente) en serio. En esa vorágine de guiños y contraseñas que era Moulin Rouge (2001) todavía quedaban ganas de ver a Vincente Minnelli y Frank Tashlin, así como en su Gatsby podemos estirarnos hasta el Coppola de Golpe al corazón (1982) y Tucker (1988), pero no mucho más allá. Porque así como ocurría con estas dos anomalías del genio creador de El padrino, el hecho de que las películas de Luhrmann sean brillosas y estridentes no implica que sean huecas o descartables, aunque estos dos calificativos pueden resultar hasta halagadores en el caso que nos ocupa. La peculiaridad de este director tiene que ver más con la frustración que con la irreverencia. Luhrmann se mide con Scott Fitzgerald porque la época en que le ha tocado vivir carece de mitos y hoy en día –parece decirnos– la única forma en que un artista popular puede ser tomado en serio es midiendo su capacidad para volver a decir algo sobre los mitos. Así como Christopher Nolan tuvo que reconfigurar a Batman a través de una imaginería paramilitar más acorde con los tiempos del neoterrorismo y la guerra sucia a escala mundial, Luhrmann pone a Gatsby a bailar hip hop en medio de un enorme y estridente pinball que debe tener mucho más en común con las fiestas a las que solían asistir Fitzgerald y Zelda de lo que podemos llegar a suponer. No hay desparpajo sino resignación en este gesto; no hay inconsciencia sino una profunda tristeza devenida furia en el anacronismo deliberado como pose. Luhrmann filma como si llorara, gritara y pataleara, todo al mismo tiempo, y en sus peores momentos esto puede, sí, resultar insoportable, como cuando intenta filmar su propia Lo que el viento se llevó y termina entregándonos Australia (2008). Es esta su forma de lamentar y celebrar la época del cine que le ha tocado. Gatsby es su mejor película, aunque nadie dice que esto sea una buena noticia.
The Great Gatsby (EEUU, 2013), dirección de Baz Luhrmann, 143 minutos.
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