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El irlandés es el último capítulo del “malditismo” scorseseano, ese lento proceso de desadaptación al cine contemporáneo que incluye algunas notables películas y alguna que otra boutade (“Las películas de Marvel no son cine”) cargada de verdad y fatalismo. La curva de ese destino está marcada por factores coyunturales y estéticos que reaparecen aquí, ahora, a través de la controversia relativa a los modos de exhibición de Netflix (productora del film), como si Scorsese fuera uno más de los commodities de la plataforma, cuando la envergadura misma de su película deja en claro que está hecha a contramano de la idea audiovisual imperante, esa que manda a no moverse de la casa. Las dos primeras partes de su tratado historiográfico sobre Estados Unidos de América no estaban limpias de espinas de ese tipo, y si a La edad de la inocencia (1993) se la acusó, en su momento, de “no parecer una película de Scorsese”, a Pandillas de Nueva York (2002) hubo casi que adivinarla entre las disputas director/productor (el ahora casi innombrable Harvey Weinstein) relativas a su duración y corte final.
La novedad es que casi no hay furia autoral en El irlandés, sino un compromiso firme, autodeterminado, con lo que el cine fue en otro tiempo, suavizado por la conciencia de que la única forma de hacer una película como esta hoy es hacerla de cierta forma y bajo ciertas condiciones (¿y si hubiera habido Netflix cuando Michael Cimino filmó Las puertas del cielo?). Scorsese glosa ceremoniosamente sus constantes y obsesiones y las coloca entre las distintas fuerzas que están rediseñando el cine para transformarlo en otra cosa, quizás una ciencia informática que puede producir juguetes irrompibles (otra vez, las películas de Marvel) o milagros resurreccionales (volver a ver a Pacino y De Niro como hace veinte años). Al margen de polémicas industriales, la historia de Frank “the Irishman” Sheeran, veterano de la Segunda Guerra reclutado por la mafia y puesto al servicio de Jimmy Hoffa, tiene el valor simbólico de una profecía (porque explica, sin didactismos, el segundo nacimiento de una nación) y la densidad de un tratado estético sobre la imagen en el siglo XXI. Por espesor y ambiciones, Scorsese está ahora más cerca de James Ellroy (leer o releer América antes o después de ver El irlandés es iluminador) que de cualquier otro de sus contemporáneos, y nos lega una imagen de una de las figuras más controvertidas de la historia moderna norteamericana que no desautoriza las anteriores (la muy lírica y estupenda Hoffa de Danny De Vito, que conviene volver a ver cuando se pueda; y la más física y estrepitosa F.I.S.T, de Norman Jewison con… ¡Stallone!), pero marca un punto sin retorno donde el mito no tiene más remedio que chocar contra su propia historia. Los sucesivos formateos de los hechos reales no son un obstáculo para alguien como Scorsese, quizás porque se trata de uno de los pocos creadores que le quedan a este mundo cada vez más renuente a las experiencias artísticas colectivas y comprometidas. Que El irlandés se haya estrenado como “película” (para ser vista a oscuras y en compañía de otros) y no como “serie” (para ser consumida con las luces encendidas y pendientes del teléfono celular) puede pasar por la simple concesión corporativa a las demandas de un lunático, pero a no confundirse. Esto, definitivamente, es otra cosa, no susceptible de ser cortada en “pedacitos”. Para darse cuenta, sólo hay que dedicarle el tiempo que merece.
El irlandés (Estados Unidos, 2019), guion de Steven Zaillian a partir de I Heard You Paint Houses, de Charles Brandt, dirección de Martin Scorsese, 210 minutos.
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