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Puede ser un gusto adquirido, y a lo mejor despierte más detractores que adeptos, pero hay cierto placer goloso en ver a un director llevar a cabo hasta el último colmo de sus caprichos. Federico Fellini es el caso supremo de extravagancia gratuita: un momento irrepetible de la historia del cine en donde al Genio lo correspondió el Dinero. Basta con mencionar de memoria su desfile de moda eclesiástica en Roma (1972) y ese colosal Mussolini parlanchín, hecho de flores, que se luce en Amarcord (1973). Luis Ortega, salvando las mil distancias —dentro de un sistema de producción, aunque comercial, más acotado—, hace uso de este despilfarro visual con acierto y galantería. Si Fellini trabajaba nada menos que con elefantes, Ortega mete un conejo en un microondas, un pescadito en una cartera y filma a una hormiga entrando en la nariz de un bebé.
Ya en El ángel (2017) era preponderante su imperativa estetización, pero en ese caso seguía aún atado a la belleza de la composición y de los decorados. Considero que, recién en El jockey (2024), Ortega concreta su estilo y, valga la contradicción, lleva la superficialidad a capas más complejas de sentidos formales. En realidad, para ser justos, ya en sus primeras películas de bajo presupuesto como Lulú (2014, también protagonizada por Nahuel Pérez Biscayart) y Caja negra (2002), el director había mostrado su fascinación por lo clownesco y el nonsense. En El jockey, aquellas primeras obsesiones alcanzan el presupuesto y la escala narrativa que necesitaban, logrando una obra que ha sido elegida como la mejor película latinoamericana en el pasado Festival de San Sebastián, además de haber sido seleccionada para representar a la Argentina en los premios Oscar y Goya.
La película —en el nivel argumental— cuenta la historia de Remo (Pérez Biscayart), un jockey destacado, considerado el mejor de su tiempo, cuya vida comienza a desmoronarse debido a sus crecientes adicciones. En paralelo, Abril (Úrsula Corberó), también jockey, se enfrenta a la difícil decisión entre ser madre o continuar alimentando su carrera bajo los reflectores. Ambos compiten para Sirena (Daniel Giménez Cacho), un influyente mafioso que en el pasado le salvó la vida a Remo. Todo cambia cuando Remo sufre un accidente que provoca la muerte de un caballo invaluable. Tras el incidente, desaparece y se pierde en las calles de Buenos Aires. Tanto Sirena como Abril inician su búsqueda, temiendo que su historia termine en tragedia.
El thriller con el que calificaron la película es apenas una excusa del distribuidor que ni siquiera alcanza tensión dramática. Entre el enfant terrible y el mafioso que apropia bebés, las andanzas erráticas del primero ganan la partida y ralentizan la persecución.
La película está construida a base de escenas visuales y climáticas, en una Buenos Aires engalanada, atemporal, con Ortega explorando la universalidad cinéfila de los arquetipos ítaloamericanos de mafia y opulencia, que combina hábilmente con su arsenal de baile y de referencias musicales, desde Virus hasta Sandro. Todo lo anterior encaminado a una especie de “ética de la superficialidad”, de la que su director no es pionero, pero sí una voz singular que se expresa desde los grandes sistemas de producción cinematográfica. En este sentido, estamos ante imágenes sonoras e imágenes ópticas puras, inmanentes, desprovistas de psicología e incluso de tema: son imágenes-tiempo en el sentido deleuziano, en las que el cine ya no sigue un circuito sensorio-motriz tradicional (causal), y por lo tanto, no narra de manera transparente ni acompaña metamorfosis coherentes de sus personajes.
La crítica fácil sería alegar que, en un país con más de cincuenta por ciento de la población bajo la línea de la pobreza, no habría lugar para esta historia enfocada en un deporte de élite, tan lejano de la realidad social. La impertinencia radicaría, no en que la película careciera de contexto —la pobreza infantil merodea la historia, de manera coyuntural, aunque no integrada—, sino más bien en que las máscaras evasivas de la ficción se imponen y trivializan todo. Opino, sin embargo, que la banalidad bien llevada es absolutamente saludable para una cinematografía, entendiendo esta banalidad como el feliz regodeo de la ficción en sus propios pliegues, solipsistas y evasivos. Este ensanchamiento de la imaginación plástica no llegará a ser imaginación política, pero su coquetería visual y climática sí puede consagrar pequeños mitos pop: Nahuel Pérez Biscayart, el jockey terrible. Autodestructivo, levitante, de una sabiduría descerebrada, lindante a la de Pierrot el loco: el antihéroe errático, enamorado, con un arma y ningún motivo.
No debe ser casual que un ícono de la poesía objetivista, Fabián Casas, firme como coguionista de la película. El tapado de piel con el que se transforma Nahuel en Lola, junto con una venda faraónica que no se quita hasta llegar a la cárcel, son detalles fenoménicos más reales que la propia transición de género del personaje. Ortega podría pecar de forzar su rareza y, hacia la mitad del filme, acostumbrarnos a que, de una situación extraña, pase a otra —saltando de un rostro felliniano a uno lynchiano, de un cuadro buñuelesco a una solución tarantinesca— sin lograr que una atmósfera consistente de perplejidad se asiente de forma homogénea. Sin embargo, la película nos lleva cómodos sobre su superficialidad, no sin un goce ingrávido. El jockey tiene los suficientes misterios para mantener nuestra atención, incluso si detrás de esos misterios no hay nada.
El jockey / Kill the Jockey (Argentina / España / EEUU / México / Dinamarca, 2024), guion de Luis Ortega, Fabián Casas y Rodolfo Palacios, dirección de Luis Ortega, 97 minutos.
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