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El epatante esplendor visual de El misterio de Silver Lake puede confundir. Entre la pornografía sublimada y el glamour desarraigado, el inicio de la película sugiere que esta no tiene otra cosa que ofrecer más que la posibilidad de entregarse al placer quieto de su mera ejecución. Los planos son perfectos, el diseño de producción es exquisito y sofisticado, y las actuaciones son quietas, lánguidas pero bien calibradas en un registro de dejadez común a todas ellas. En esa sucesión de claroscuros, los exteriores diurnos se abren cálidos y seductores como extrañísimas superficies visuales azucaradas, y los interiores nocturnos se repliegan tan apacibles y sedosos como las canciones que una madre preocupada susurra a los oídos de su hijo enfermo para tratar de hacerlo dormir. Hasta ahí, nada más que una parodia insomne y posmoderna del film noir; uno de esos juegos para unir puntos y alumbrar la figura escondida, amasado entre el cinismo opaco del Robert Altman de The Long Goodbye (1973) y el manierismo chillón con el que los hermanos Coen hicieron El gran Lebowski (1998). Pero entonces ocurre algo misterioso, y entre las mitologías de cine mudo, los laberintos pop de la cultura gamer ochentera y un tardo-hipismo millennial, se cuela lo siniestro. Una ominosidad viscosa asentada sobre la esquizofrenia mediática y la nostalgia sufriente que hoy nos cubre de signos y conjuros proyectados desde múltiples pantallas.
Nunca se sabe muy bien lo que pasa en El misterio de Silver Lake, y la elocuencia bruja de sus recursos cinematográficos hace que eso no nos importe demasiado. Hay una trama policial en la que un adolescente vago y despreocupado queda prendido de una vecina sexy a la que espía y que desaparece misteriosamente luego de un fugaz primer encuentro, y después, por supuesto, la pesquisa detectivesca en pos de ella, que lo arrastra a una especie de rave permanente que va desarrollándose por actos, mientras un asesino de perros aterroriza el vecindario y un paranoico dibujante de comics traza un mapa del infierno que está a punto de tragarse la ciudad de Los Ángeles. Sam (Andrew Garfield), como los buenos detectives hard-boiled, no sigue pistas; simplemente recorre escenarios para dejar hablar a los personajes que los habitan. Es como si al protagonista de Brick (2005), de Ryan Johnson —otra cima poco vista del teen noir— lo hubieran soltado sin una moneda en el bolsillo en el averno espiralado del Mulholland Drive (2001), de David Lynch. En esa continuidad, cada plano filmado por David Robert Mitchell (admirador, leímos por ahí, de John Carpenter) resuena sobre la historia del cine de género de los años posteriores al New Hollywood como con una conciencia plena de que homenajeando una “parte” de esa historia reciente se actúa de una manera provocativa sobre el “todo”. La operación intelectual de Mitchell es, entonces, parecida a la que ejecutó Richard Kelly en Donnie Darko (2001) y la inexpugnable/insoportable Southland Tales (2006): abrir el arcade y reprogramarlo para que diga otras cosas con los mismos elementos. El resultado es puro regodeo; fiesta y celebración de un modo de sentir el mundo, y a partir de ahí los arreglos geométricos que Mitchell ensaya sobre distintas subculturas tienen el encanto de un objeto fosforescente pero sin función alguna, algo que no tiene por qué estar mal. El misterio de Silver Lake es un avioncito de juguete encantador, lleno de luces y sonidos, aunque incapaz de volar más allá de los múltiples horizontes míticos sobre los que sueña aterrizar. Para esta, nuestra época (final) del cine, esta fantasía publicitaria con ánimo de baratija engordada en el más puro placer semántico es un tributo para los sentidos tan disfrutable como despegado del tiempo en el que le tocó vivir o en el que decidió aparecer. Una forma preciosa de recordar y olvidar (casi al mismo tiempo) lo que alguna vez fue la cultura popular.
Under the Silver Lake (EEUU, 2018), guion y dirección de David Robert Mitchell, 139 minutos, disponible en Amazon Prime Video, Google Play y Flow.
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