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¿Pueden Schopenhauer, Adorno, Levinas y Horkheimer ser protagonistas de una película de amor? Mia Hansen-Løve ensaya una respuesta tímida, leve por su tono aunque no por su alcance, y pone a los personajes a leer en pantalla como no ocurría desde los tiempos del Godard más clásico, ese en el que siempre aparecía alguien con un libro en la mano. Las películas de Hansen-Løve se parecen mucho entre sí, están unidas por un estilo y un modo de ver, y eso permite ir pensándolas como capítulos sucesivos de un tratado sentimental sobre las utopías privadas y colectivas de distintas generaciones, construido (a conciencia) contra la gravedad de buena parte del cine europeo que nos llega. Y si en la anterior Edén (2014) era la música electrónica del apogeo del house francés el motivo formal para penetrar un espacio y una época hasta sustituirlos a ambos por su percepción estética, ahora esa función corre por cuenta de la filosofía en su ambivalente capacidad de posición moral frente a la vida y recurso de comprensión ante un horizonte de expectativas problemáticas. No podría decirse que el saber filosófico “protege” a Nathalie (la profesora que encarna Isabelle Huppert) frente a los hechos desafortunados (la enfermedad de su madre, el abandono por parte de su marido) que vienen a torcer el rumbo de una vida, en apariencia, perfectamente equilibrada, pero sí que le provee las condiciones de asimilación de esa nueva realidad en la que los diferentes aspectos y las variadas seguridades de esa misma vida comienzan a reconfigurarse. Curiosamente, y a pesar de cierta desazón que la sobrevuela sin pesar demasiado sobre ella, El porvenir no es una película triste, sino, más bien, una película que va construyendo para su personaje principal un tipo de soledad que no termina nunca de resolverse en tristeza a lo largo de todo el metraje, para esquivarla finalmente, con elegancia y sutileza, en sus momentos finales. Es en esa conclusión luminosa, tan lógica y digna en el contexto de tierna fragilidad que reserva para una criatura a la que nunca maltrata, donde El porvenir suena un poco —y bien— a aquel Woody Allen “de cámara” que solía aparecer de vez en cuando (el de Interiores y La otra mujer), comparación pertinente porque Mia Hansen-Løve parece en el apogeo de una carrera impecable justamente explotando al máximo aquello que alguna vez dominó como pocos el genio de Manhattan: ese arte de dejar resolver al espectador aquello que se evitó mostrar en los poco más de noventa minutos que median entre los títulos iniciales y los finales de esta película increíblemente tranquila.
El porvenir (L’ avenir, Francia / Alemania, 2016), guión y dirección de Mia Hansen-Løve, 100 minutos.
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