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El Fausto, la Novena sinfonía, el Dasein fueron influyentes invenciones alemanas. La “solución final” fue otra. Fue “la” invención nazi, según lo muestra Shoah (1985), film-testimonio en el que Claude Lanzmann, valiéndose de relatos de sobrevivientes, nazis e incautos cómplices polacos, reveló el funcionamiento de la maquinaria de exterminio del “estado de excepción” fascista alemán.
Con El último de los injustos, Lanzmann vuelve a Shoah. Vuelve sobre viejas preguntas y viejos materiales. Vuelve hoy, a los 89 años, a Theresienstadt, ciudad donde se ubicaba el “gueto modelo” según los nazis. En una estación de tren lee a cámara unas líneas, en una sinagoga mira emocionado la lista de muertos, en galpones abandonados recuerda ejecuciones y la “solución Madagascar” –antecedente polaco de la “movilización judía”– y en todos ellos sigue preguntándose cómo filmar esos lugares de muerte que hoy son lugares de vida. Como en Alguien vivo pasa (1997), vuelve sobre un material no incluido en Shoah: retoma no sólo imágenes del film-propaganda en el que los nazis pretendían mostrar las buenas condiciones en que vivían los judíos en ese gueto, sino principalmente una entrevista realizada por él en los setenta a Benjamin Murmelstein, presidente del consejo judío del gueto de la ciudad.
Si los nazis no describieron prácticamente nada (borraron toda evidencia) y se limitaron a actuar “con precisión”, la inquisidora escucha de Lanzmann pide describir con precisión restitutiva. A ello se aboca Murmelstein, personaje controvertido –acusado de haber colaborado, enjuiciado por ello y luego absuelto–, que tiene un innegable don para la oratoria y no poca mordacidad. Con cinismo y aplomo, Murmelstein desautoriza a Hannah Arendt, deja en ridículo a Gershom Sholem, relata hechos cotidianos o determinantes sucedidos en el gueto e intercala en su relato acciones piadosas y decisiones temerarias con alusiones a Isaac B. Singer, al Talmud, el Quijote y Las mil y una noches.
En una de las jornadas Lanzmann afirma: “Usted sabía que todo era una farsa”. Murmelstein atina a explicar lo difícil de ocupar el lugar que ocupó –y lo fácil que hubiera sido exiliarse–, ya que él negociaba mano a mano con los nazis: “Fui Sancho Panza, el realista y calculador, mientras otros pelean con molinos de viento”, dice, justificando que la mascarada del “gueto modelo” y sus propias negociaciones servían para mejorar las condiciones de sobrevida en el gueto. Pero Lanzmann no está conforme con la respuesta y, esbozando una cáustica sonrisa, retoma la idea de que todo era una farsa y le recuerda que en 1943 él no podía desconocer que el gueto era una escala al Lager. Con sabiduría, Murmelstein le responde que precisamente esa farsa era garantía de que no morirían. Si los nazis querían seguir mostrándolos como el “gueto modelo”, los judíos –al menos la mayoría de los de ese gueto– debían estar vivos. Y acota: “Permanecí vivo porque fui Sherezade: conté historias para que el gueto no desapareciera”. En otras palabras, la ficción del “gueto modelo” servía para posponer la muerte, logro no menor de alguien que salvó a más de cien mil personas. “Se lo cuento porque su objetivo es contar esta historia”, acota Murmelstein. Como las mil y una noches de insomnio y de muerte relatadas por Primo Levi, el film de Lanzmann tiene idéntica misión que la de Sherezade, posponer la muerte: mientras el relato de Lanzmann dure, la memoria no morirá. En Histoire(s) du cinéma, Godard decía: “Hace falta el cine para las palabras que se quedan en la garganta y para desenterrar la verdad”. En este epílogo de su monumental obra, Lanzmann vuelve a mostrar que el relato sobre aquella invención alemana es no sólo necesario, sino obligatorio. Obligatorio, según sus palabras, en tanto “búsqueda y trasmisión de la verdad”.
El último de los injustos (Francia, 2013), dirección de Claude Lanzmann, 220 minutos.
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