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El camino entre Memphis y Las Vegas puede entenderse como un tobogán lisérgico, un túnel cavado a fuego en el alma retorcida del Show Business o un puente colgante tendido sobre el infierno musical del pop. El caminante, en este caso, es un campesino inocente, muy religioso, obsesionado con su madre, que en poco más de diez años formuló el American Dream y lo proyectó sobre el imaginario colectivo mundial sin salir jamás del país que lo vio nacer. Al posarse sobre Elvis Aaron Presley, la fijación por las ruinas culturales que caracteriza los films de Baz Luhrmann se encuentra por segunda vez con un personaje mítico (el primero fue el Gatsby de F.S. Fitzgerald) y esa alegría ante el escombro no puede menos que transformarse en un show paquidérmico y fluorescente montado sobre el alma desierta de la percepción contemporánea.
Hay una utopía en la película de Luhrmann, la idea de que un biopic no tiene que ser necesariamente un homenaje o una reconstrucción y que puede reclamar para sí los privilegios superficiales de la era del montaje y los trucos visuales cocinados en CGI, al extremo de desentenderse de la biografía. Entre 1954 y 1968, el Coronel Tom Parker (inquietante Tom Hanks, mecánico y sigiloso como un muñeco satánico extraído de “Trampa para Turistas”, el film de culto de David Schmoeller) se topa con un milagro y decide modelarlo con la pericia adquirida en vodeviles, ferias de carnaval y kermeses porno. Bill Halley era grandote y cachetón, padre de cinco hijos y tenía más de treinta años de edad cuando se transformó en una estrella, pero Elvis era un criatura inmaculada, un semidios embrionario y virginal, bendecido por la gracia, que aceptó las dosis de sexo y violencia que su época guardaba y reprimía para hacerlas explotar sobre el primer cuerpo que estuviera dispuesto a soportarlas. El Elvis del Coronel Parker, entonces, es una marioneta vudú, un muñeco fetiche a merced de las metamorfosis sociales de su tiempo.
Luhrmann narra a través de Parker porque su “Elvis” es una colección de efectos de lectura. No un recorrido por la vida del artista, sino una acumulación de las sensaciones causadas por su figura; no tanto una aproximación al mito como una confirmación imaginaria del estatuto del símbolo (“El Rey”), con todo lo que ello implica. Luhrmann trabaja con todos los Elvis al mismo tiempo: el campesino primitivo embrujado por el blues y el gospel; el adolescente problemático “mejorado” por el ejército; el ídolo en desgracia revivido heroicamente para el especial navideño de la NBC y el metahumano sufriente que va desapareciendo en esas actuaciones frankensteinianas y casi post-mortem sobre los escenarios de esos casinos que parecen panteones. En sintonía con esa leyenda civil que señala los instantes previos a la muerte como una descarga de la memoria, el uso de la pantalla dividida es un alivio para la voluntad acumulativa que caracteriza al cine del creador de “Moulin Rouge”. “Elvis” está narrada con pulsos de luz y enlaces sobrenaturales de imágenes, y cuando esas combinaciones funcionan, los planos parecen estallar unos dentro de otros, como fuegos artificiales.
El mal cine suele vincular la biografía con el anecdotario. Por suerte, Baz Luhrmann no está vigilado por la conciencia sacralizante del fan (ningún fanático hubiera “lavado” la imagen del genio con tan buen gusto) y tiene el suficiente talento cinematográfico como para reemplazar la estabilidad de nuestro mundo por otra que solo vive en la pantalla. No hay homenaje en “Elvis” pero sí una pudorosísima celebración, y todo el espectáculo está lleno de un cariño y una ternura tan flotantes y esquemáticos como los de una fábula. El resto son detalles, porque cualquier ingenuidad debe ser bienvenida (o al menos tolerada) dentro de ese terreno de entrega total que la película construye con una potencia y una honestidad infrecuentes. Poseído por su espíritu teen, su música remixada y su voluntad de espectáculo bigger than life, el “Elvis” de Baz Luhrmann corre frenético como una cuenta regresiva del inconsciente, esa zona fantasma que no tiene tiempo y en la que todo, absolutamente todo puede suceder.
Elvis (EEUU/Australia, 2022), escrita por Baz Luhrmann y Craig Pearce, dirigida por Baz Luhrmann, 159 mins.
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