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Como en el film noir, nada es lo que parece en Escándalo americano. Ni la sofisticada peluca del empresario devenido embaucador Irving Rosenfeld, ni la asociación ilícita y sentimental que crea con la stripper Sydney Prosser, una femme fatale versión años setenta que empieza con ese nombre y ese oficio y se encumbra –travestida en Lady Edith Greensly– como una “prestamista” exitosa que con su irresistible escote captura incautos en bancarrota. El propio largometraje de David O. Russell, considerado en conjunto, recuerda a una de estafadores y gángsters pero es, más bien, una reflexión sobre el cine. O mejor: un acto que evoca la extensa tradición del cine dentro del cine. Porque la nueva obra del director de The Fighter (2010) hace aquello que su relato abre al espectador: si sus personajes y el mundo que habitan constituyen una ontología de la apariencia, que es efecto de la destreza retórica del artificio, la pantalla es la abertura por donde se accede a una experiencia de la forma que se despliega “en espejo” con la trama, y donde el que mira se descubre a la vez convencido y engañado, de la misma manera que los desahuciados clientes de la pareja. La dirección de arte, con su reconstrucción precisa y su deliberado brillo; el manierismo de la cámara; la elaboración del montaje y el conjunto ecléctico de recursos narrativos; todo persigue capturar desde un erotismo sensible y una resolución diferida, y a la vez recordar que la intensidad alcanzada es consecuencia de una vana ilusión que manipula, como cada hecho de sentido que ocurre más allá de las paredes de la sala.
Pero la performatividad y la reflexividad irónica de la película no se despliegan sobre el binomio auténtico/inauténtico; en Escándalo americano no hay original, todo es copia: “no importa que sea falso; basta que la gente lo crea”, asegura Irv sobre el retrato de Rembrandt que contemplan miles de visitantes cada día en el museo, desconociendo su condición apócrifa. Lo que preocupa no es eso que queda oculto detrás del maquillaje, el disfraz o el speech sobre un ignoto inversionista árabe con el que el protagonista persuade a Carmine Polito, el alcalde de Camden, de participar del negocio –en realidad, una trampa– que le permitirá rehacer el distrito que gobierna; el problema no es legal ni metafísico, sino ético: cómo usar los simulacros y la simulación que los produce y, sobre todo, para qué. Por eso la escena en la que Irving confiesa al líder barrial que lo ha traicionado para mejorar su situación ante la justicia desnuda una época de ficciones cínicas, capaces de circular sin principio moral, y le permite destejer la historia que hace caer en la ruina política al amigo y preparar otra: una “puesta en escena” compatible con la ley –la galería de obras de arte “verdaderas”; la relación amorosa lícita, tras un divorcio consumado– que asume su esencial artificialidad. Después de todo, esa materia evanescente e intangible de la que está hecha la realidad de estos seres siempre tendrá algo de “flores y basura”, como dice Rosalyn Rosenfeld, la esposa de Irv, sobre la fórmula del esmalte de uñas que adora, soltando al pasar una síntesis mordaz del “objeto hecho con arte”. “Flores y basura”, como la comunicación, como el entretenimiento.
American Hustle (Estados Unidos, 2013), guión de Eric Warren Singer y David O. Russell, dirección de David O. Russell, 138 minutos.
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