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En mayo de 1984, Checoslovaquia y otros países del bloque soviético se negaron a participar de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles en respuesta al boicot norteamericano contra la anterior edición de los juegos, en Moscú 1980. La historia de Fair Play, de la directora checa Andrea Sedlácková, tiene lugar durante los meses previos a ese contraboicot, aunque los espectadores no lo sabremos con certeza hasta las imágenes finales. El escenario, austero y despojado, podría ser el de cualquier país comunista en la década previa a la caída del Muro. Anna, la protagonista, es una joven promesa del atletismo que vive con su madre, ex tenista que tiene prohibido volver a jugar a raíz de un episodio disidente en su juventud y que trabaja como empleada de limpieza. El padre ausente ha emigrado de manera ilegal a Alemania occidental y no tiene contacto con ellas desde hace quince años. Anna (Judit Bárdos) entrena para formar parte del equipo olímpico y es obligada a someterse a un pavoroso tratamiento con anabólicos que algún funcionario, muchos peldaños por encima de su entrenador, ha dado la orden de poner en práctica para convertir a los atletas checoslovacos en máquinas de ganar medallas, siguiendo el ejemplo de sus camaradas rusos y alemanes. Si algo le interesaba mostrar a Sedlácková en su retrato del régimen socialista es que este era, antes que nada, un entramado burocrático en el que el movimiento de una pequeña pieza ponía en riesgo a una larga cadena de funcionarios de todas las jerarquías. Anna y su madre (Anna Geislerová) son esa clase de pequeñas piezas cuyos cuerpos y destinos están irremediablemente entrelazados con el devenir del sistema. Y los pilares del sistema son esas figuras obsecuentes encarnadas por el entrenador o los médicos que hacen la vista gorda ante los evidentes atropellos del Estado sobre los cuerpos de sus pacientes.
El cine checo de las últimas décadas vuelve una y otra vez sobre los dos momentos que marcaron la historia del país durante el siglo XX: la ocupación nazi —en films como Protector (Marek Najbrt, 2009), Yo serví al rey de Inglaterra (Jiří Menzel, 2008) o Proyecto Lebensborn (Milan Cieslar, 2000)— y la posterior invasión rusa que convirtió a Checoslovaquia en un Estado satélite de la Unión Soviética —Rebelové (Filip Renc, 2001), Pelíšky (Jan Hrebejk, 1999)—. En esa revisión de los hechos, Fair Play no tiene nada demasiado nuevo para aportar, y todo en ella es políticamente correcto. Sin embargo, la vida durante el socialismo se muestra, quizás como efecto generacional (su directora tiene la edad que hoy tendría la protagonista), no exenta de nostalgia y belleza. Los escenarios naturales donde entrenan las corredoras y las pocas escenas en que se adivinan ciertos rincones de Praga —ciudad filmada hasta el hartazgo pero aquí simplemente sugerida— tienen un encanto sobrio y sosegado. A la narración clásica se suma una fotografía diáfana: los colores de una realidad monótona y gris que ya se precipita y va dejando de existir, como el tramo final de una carrera de velocidad.
Fair Play (2014, República Checa), guión de Irena Hejdová y Andrea Sedlácková, dirección de Andrea Sedlácková, 100 minutos.
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