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Como soporte doméstico para la memoria de todo un pueblo, el formato de 16 mm utilizado por Denis Côté tiene las ventajas de ese tipo de piel turbia que es el celuloide, y en el que sensaciones como el desconcierto o el miedo se granulan según una química de laboratorio que no tiene nada que ver con la sequedad digital a la que el cine de hoy nos tiene acostumbrados. Los interiores provinciales, mustios y nevados de Quebec encuentran en esa textura el tipo de quietud característica de los lugares donde la vida transcurre sin predominar. El accidente del inicio (un muchacho que se estrella con su auto contra un paredón) implica un potente impacto para el espectador, pero una mínima variación en la inercia mortuoria de esa comunidad que ya viene desorganizada desde hace tiempo por el trauma. ¿Están sufriendo los habitantes de ese lugar una epidemia de suicidios? Las figuras que progresivamente comienzan a apoderarse del paisaje, a señalarlo de maneras quietas pero amenazantes, parecen conocerlo, aun cuando la gélida incomodidad que insinúan los coloque en contradicción con él. La poca gente que queda viva en ese lugar se refiere a ellos como “los extraños”, y la alcaldesa lidia con esas intrusiones de una manera resbalosamente política. “Todavía no le han hecho daño a nadie”, afirma en un contexto donde una psicóloga de origen musulmán, enviada para investigar las apariciones, parece un agente disolvente todavía más problemático que los propios (re)aparecidos.
Los niños enmascarados que circulan por los alrededores, las casas “embrujadas” y la gente que insiste en ver a otra gente que no debería estar allí remiten siempre al imaginario del cine de terror, pero Denis Côté apuesta a la presencia oscura ovillada en el interior del ser humano y no a las diferencias entre quienes quedan a uno u otro lado de la línea de partida o llegada de este, nuestro mundo. Y si, históricamente, el “revivido” ha funcionado como excitante y metáfora de sociedades enfermas de pasiones liminares (los films de vampiros, del Vampyr de Dreyer a los príncipes pop y tenebrosos de La hora del espanto original) o técnicas (la crítica a la sociedad posindustrial de consumo que supone buena parte de los films con zombies), en Ghost Town Anthology las víctimas sin destino final aparente cumplen la función de contar la muerte a través del poder remoto del duelo, es decir, hablan de la gente que no pudo irse con ellos y no del mundo que dejaron atrás. ¿Quién vela a quién en Ghost Town Anthology? Denis Côté sólo pone a circular a los muertos, los trae a la pantalla para que los que quedan vivos —y nosotros, espectadores, con ellos— vuelvan a pensarlos y a tomar conciencia de la realidad previa a su desaparición, una operación de reconocimiento que es lentísima y costosa y por eso está jugada en planos largos, de colores apagados, en los que el magnífico tratamiento del sonido une bloques de realidades paralelas, provenientes de lugares que ninguna imagen podría conectar. El cine del siglo XXI había extraviado, hasta hoy, el camino para la construcción de una domesticidad taratológica, confundiéndola con historias donde los muertos regresan para llevarse a los vivos con ellos y no para pedirles que vuelvan a mirar a su alrededor. Usando una tecnología que ya es casi de linterna mágica y los recursos de las home movies, Denis Côté , que es documentalista y quizás por eso sabe proporcionarle tiempo y enigmas a la realidad, desecha sobresaltos fáciles y opta por invitarnos a una serenísima desconcentración de fantasmas. Más que hablar sobre la pérdida, elige pensar aquello que nunca nos deja de faltar.
Ghost Town Anthology (Répertoire des villes disparues, Francia/Canadá, 2019), guión de Denis Côté sobre la novela de Laurence Olivier, dirección de Denis Coté, 97 minutos.
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