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Acaso el único encanto que conserve hoy La Chinoise (1967) sea su condición ideológica, su orgulloso sentido de pertenencia a una época que intentó amasar la teoría con la práctica de maneras sorprendentemente concretas. Vino después del objetivismo documental de Dos o tres cosas que yo sé de ella (la película con que Godard recupera el pop art como tonalidad entre el ser humano y el medio) e inmediatamente antes de Weekend (esa colección “brechtiana” de fallas y accidentes de la sociedad de consumo), por lo que su posición histórica es incómoda, más aún teniendo en cuenta los agitadísimos años por venir del Colectivo Dziga Vértov y sus ciné-tracts. Ante semejante desafío, la opción de Michel Hazanavicius es sorprendentemente audaz e, incluso, lúdica a su manera: filmar el rodaje de La Chinoise como la crónica de una situación pasional de naturaleza zigzagueante, libre e irresponsable en su acontecer interior, aunque contagiada de seriedad por el contexto político. Hazanavicius captura a Godard (Louis Garrel) encerrado en un departamento parisino desbordado por la juventud revolucionaria francesa, a la que pone a dramatizar las diferencias entre chinos y soviéticos haciendo encajar las vidas de ficción en las circunstancias históricas del momento (es decir, filma “una película de aventuras cuyo suspenso dramático se elabora a partir de conceptos ideológicos”, como la definiera en su momento el autor de Pierrot el loco) y obtiene, simultáneamente, el registro ficcional de un momento crucial en la vida de un país y el mapa de la cordura sentimental de uno de sus más grandes creadores. Si el resultado histórico de aquella experiencia fue una especie de versión deforme de Los demonios de Dostoievski doblemente incomprendida (los “camaradas” de JLG la consideraron burguesa y estetizante, mientras sus cultores cinéfilos le reclamaron que volviera a hacer una película “entendible”), Godard, mon amour resulta la puesta en escena del porvenir de una doble ruina: la de una situación conyugal (separado de Anna Karina, JLG va a caer en los brazos de Anne Wiazemsky, protagonista del film dentro del film) y la de un intelecto a veces inaccesible, que a partir de entonces se replegará progresivamente en su conocimiento de la historia del cine como idea de soberanía autoral. Hazanavicius indaga las maneras en que la intimidad intrusada por la política vuelve extrañas a dos personas seguras de lo inequívoco de sus convicciones (amorosas, políticas, estéticas), y el resultado es sumamente original. Un departamento-comité se transforma en el altar de una relación que es en sí misma “godardiana” (porque está llena de citas, arbitrariedades, idas y vueltas e intertítulos) y la relación espejea, a su vez, la catarsis equívoca de una utopía que reventaría poco después, en mayo de 1968.
Godard, mon amour (Francia, 2017), guión y dirección de Michel Hazanavicius, 102 minutos.
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