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La primera media hora de High Life se desarrolla en una quietud desoladora, inquietante. Los interiores de esa nave-prisión, habitada exclusivamente por delincuentes y orientada hacia un agujero negro, parecen el paisaje mecánico, sucio, domésticamente vetusto de un conflicto que se hubiera extinguido poco antes de iniciarse la proyección. Pero uno de los temas fundamentales del film de Claire Denis es, justamente, el paso del tiempo, y qué significado adquiere la cronología en la inmensidad de un espacio donde el horizonte vital se define no por la cercanía de la muerte, sino por la lenta anulación de lo “humano” en cuanto tal. Los procesos de animalización del hombre no son ajenos al cine de Denis —con una suerte de apoteosis preclara en el vampirismo/canibalismo de Trouble Every Day (2001)— y el emparejamiento que sus últimas películas parecen ensayar con el costado más “genital” del universo de David Cronenberg está produciendo una sexualidad deforme y un sentido esquizofrénico de la puesta en escena profundamente incómodos para la pantalla contemporánea. Ese erotismo bestial, “cronenbergiano” por lo húmedo de su crudeza y sadiano por su inclinación a fijarse en secuencias fascinantemente vejatorias, detiene el tiempo y resiste la progresión dramática, para finalmente despedazar el relato. Al volver a coserlo (no con poca arbitrariedad, digámoslo), Denis construye una cápsula incapaz de contener el exacerbamiento de las pasiones, la liberación brutal de los instintos. El feroz nihilismo de High Life, el forzamiento de sus límites originales como odisea espacial clínica y aséptica, va tomando forma a través de la mutilación y la muerte violenta como oscuros sustitutos del placer sexual, reemplazando, hacia el final, el regocijo erótico del sometimiento entre cuerpos por una (literalmente) ingrávida pasión suicida que se va contagiando entre los protagonistas como una enfermedad venérea. Y aunque la cadencia ritual, levemente teatralizada de relato, pueda confundirse con cierto regodeo “a la Pasolini” en lo que el hombre y la mujer pueden transformarse si se los coloca en el escenario adecuado y con las herramientas pertinentes, la oscura visión que de la naturaleza humana tiene Denis va mucho más allá del decadentismo tecnológico y la hecatombe de encierro. Su idea de la extinción no es la de un apocalipsis cósmico o un desastre colectivo, sino la de un lento, chirriante, agudo sufrimiento de lo individual en lugares donde, a pesar de la lógica impuesta por los grupos, no se puede estar más solo, se trate de las playas militarizadas de Bella tarea (1999) o de las gelatinosas, luminiscentes, mortíferas galaxias de la fascinante High Life.
High Life (Francia/Alemania/Estados Unidos, 2018), guion de Claire Denis y Jean-Pol Fargeau, dirección de Claire Denis, 113 minutos.
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