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Una de las características más interesantes del biodrama —o del teatro documental— es la puesta en escena del work in progress de la pieza que se vuelve la obra misma. En Imprenteros, la película documental de Lorena Vega y su marido Gonzalo Javier Zapico, la astucia del dispositivo es más que una estrategia, ya que además sedimenta, amalgama (vuelve uno forma y tema) los medios de producción de los tres objetos estéticos sobre los que trata: la obra de teatro, estrenada en 2018 y actualmente en cartel en el Teatro Picadero; la película, que se estrenó en el pasado Bafici (donde recibió el Premio del Público y una Mención Especial del Jurado) y ahora se exhibe en la sala Lugones y en el Malba; y el libro, editado en 2022 por DocumentA/Escénicas. Detrás de estos tres proyectos homónimos se encuentra el quid de todo: el trabajo y el dinero.
Alfredo Vega es el nombre del fantasma que recorre el conurbano bonaerense; más específicamente, la imprenta Ficcerd. Luego de la muerte de su fundador, la otra familia de Alfredo usurpa el lugar y le niega la entrada a Lorena, Sergio y Federico, protagonistas de esta película. El fantasma que recorre Lomas del Mirador puede ser el del peronismo, pero es más productivo imaginar que esta es la historia de una venganza. En una de las entrevistas, uno de los hermanos que actúa de sí mismo en la obra confiesa un deseo secreto: quiere tumbar con el auto la puerta de la imprenta usurpada, rociarla de nafta y prenderla fuego.
Jacques Derrida sostenía que la justicia es un exceso que constantemente problematiza la ley, exigiendo su actualización y refinamiento. A diferencia del derecho, lo justo no es deconstruible, ya que implica una responsabilidad frente al sufrimiento del otro, caracterizada por una disimetría estructural. En otras palabras, esta justicia, entendida como una “experiencia de lo imposible”, es lo que se pone precisamente en juego en Imprenteros: la idea de regresar a la imprenta del padre. La solución pirómana del hermano habría sido poco decorosa, así que Lorena Vega se decide por una maravillosa venganza plástica.
La directora pide a un amigo gráfico que realice una sesión de fotos de ella y sus hermanos, simulando que trabajan en las máquinas, para luego insertar esas imágenes en fotos de la imprenta vacía. El resultado no es solo impresionante, sino que, con el tiempo, podrá llegar a configurarse como un pasado real. Pero la enmienda no se detiene ahí: a las fotos alteradas se suma el propio montaje de la obra (que equipara el trabajo gráfico con el trabajo escénico), así como la edición de los retratos familiares. Las fotos que tomó el padre, en las que siempre faltaba un miembro de la familia, quedan completadas con las imágenes tomadas por la madre.
La película es justa, justiciera y justicialista, sin caer en la imposición totalitaria de un único punto de vista. Como bien le dice la directora a su mamá: “No escribo mentiras, escribo versiones”. La autonomía artística que, incluso en el ámbito documental, no le debe realidad a la realidad sino, más bien, pequeñas verdades a la vida. El gesto de Vega, aunque partiendo de una necesidad de relato propio, comienza a expandirse a todas las disciplinas hacia las que pueda. Con las nuevas máquinas, dice el hermano gráfico, se puede imprimir algo sobre casi cualquier superficie. Nos gustaría saber si hay un proyecto de volver Imprenteros una exposición, un registro sonoro, a lo mejor una danza.
Probablemente la obra de teatro, por el acontecimiento de ver a estos cuerpos “reales” en escena y en presente, sea más llamativa y vaya a resonar durante un tiempo mayor en quienes la vean. Sin embargo, la película no se limita a adaptar la obra ni le compite en belleza, sino que da un paso más dentro de esta cadena de producción estética y decide dar cuenta de dos procesos más: el de sí misma (el documental) y el del libro editado.
Este último cierra el círculo. El final no podía ser otro que presentarlo en la Federación Gráfica Bonaerense: de lo familiar a lo nacional, de lo autogestivo a la industria sindicalizada. Los hijos vuelven al padre con el texto de Imprenteros. Uno que es, a su vez, un precioso libro-objeto; como si se resistiera por todos los medios a decretar inmateriales a sus fantasmas. La película, en última instancia, prologa el esperado libro y se consagra ella misma como una honesta y efectiva máquina de sublimar.
Imprenteros (Argentina, 2024), guion de Lorena Vega, dirección de Lorena Vega y Gonzalo Javier Zapico, 72 minutos.
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