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Un automóvil entra en una mansión y de él desciende un periodista (Billy Crudup), dispuesto a realizar una entrevista previamente pactada con Jacqueline Kennedy (Natalie Portman), en la que desde el principio se deja claro que será ella la que tendrá la palabra final respecto de la publicación. A partir de ese encuentro, se despliega una serie de descripciones de momentos inconexos, que mezclan la memoria de Jackie con su propia censura. La película de Pablo Larraín relata el duelo de la viuda de Kennedy durante el intento de organizar el funeral de su marido en los días inmediatamente posteriores a su asesinato, días que transcurren en una atmósfera de desesperación en la que los hechos y las acciones se pierden y confunden en el vagabundeo entre memoria y relato.
La característica principal de ese subgénero conocido como biopic consiste en presentar un relato aparentemente objetivo sobre los hechos de la vida de un personaje, acompañados, paradójicamente, del acceso a su subjetividad emocional. Por el contrario, Jackie se aleja de esta premisa describiendo diversos estados de memoria que conviven con aquello que no puede recordarse del todo, con lo que se recuerda sin poder decirse y con la expresión pública que se hace del recuerdo. La proliferación de relatos va conformando la imagen de una primera dama en relación con el mito americano (la mujer correcta, el buen padre, la buena familia), imagen que es puesta permanentemente en crisis por las contradicciones que aparecen en lo que se narra. De esta forma, la película dialoga con otro mito americano: el de El ciudadano (1941). La entrevista como disparador de recuerdos y la recurrencia a noticieros apócrifos que utiliza Jackie vuelve imposible no emparentarla con la película de Orson Welles. Sin embargo, El ciudadano construye desde la ausencia del personaje, desde lo supuestamente visto y oído, fundamental para consagrar el mito de Kane, mientras que en Jackie se da la situación inversa: la constante presencia de la protagonista y el tono caricaturesco de actuación que usa Portman rompen el componente mágico del relato. Jackie, uno de los mayores íconos de la moda y de la historia norteamericana, se vuelve, entonces, terrenal.
Basándose en una entrevista que Jacqueline Kennedy dio en 1963, Larraín decide evitar mayormente el archivo para trabajar su reconstrucción, de la misma forma que su personaje lo hace durante la entrevista, armando frases, editándolas y hasta revisando y reescribiendo las notas del periodista. Se trata de una visión contemporánea de la historia que acepta la imposibilidad de acceder al pasado sin que este se mezcle con el presente, reescribiéndose de forma constante. Siguiendo esta fórmula, la película desarrolla su narración por medio de fragmentos que no siguen necesariamente una cronología precisa (recuerdos, discursos oficiales, noticias televisivas, periodismo y editores). Estos relatos reconstruyen el momento histórico sin una preocupación por su veracidad. A la vez, la narración no evita tampoco el recuento de hechos y acciones importantes que hacen al imaginario del episodio histórico, a diferencia de muchos intentos contemporáneos similares (la María Antonieta de Sofía Coppola, por ejemplo), que centran el relato en la superficialidad de la imagen de una época, a la que vacían por completo de contexto. A partir de esta fragmentación y repetición, la película logra ir de la memoria individual a la colectiva, del relato privado al público. Reforzando el gesto que Larraín viene trabajando en películas anteriores (No, de 2012; Neruda, de 2016), Jackie hace visible, una vez más, el pastiche de la memoria histórica.
Jackie (EEUU / Chile / Francia / Hong Kong, 2016), guión de Noah Oppenheim, dirección de Pablo Larraín, 95 minutos.
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