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El ciclo de la vida, indagado por el placer de los sentidos, define la cadencia de La fundición del tiempo. Un arbolista y botánico “cura” los árboles enfermos de radiación de Nagasaki y un domador de caballos aplaca el espíritu salvaje de las criaturas a las que debe sacar de un orden para tratar de insertarlas en otro muy diferente. A esa labor bifurcada de “trasplante”, de traslado y corrección en la trama mayor, misteriosa e indescifrable de la vida, se la contempla con pudor en el primer episodio (en blanco y negro), cuando las semillas de los nuevos árboles buscan su lugar en el bosque, y se la interroga con una fascinación telúrica en el segundo (en color), cuando el “susurrador” descubre un efecto de belleza intermedio entre lo que merece permanecer salvaje. Juan Álvarez Neme tiene la intuición de un documentalista despierto (para saber dónde puede ocurrir eso que la cámara está buscando) pero posee, ante todo, la paciencia mineral de un buscador de tesoros (para no precipitar el acontecimiento e iniciar la pesquisa desde los márgenes hacia el centro y abrir, así, un nuevo ritmo de respiración en el espectador). El resultado es un prodigio de inesperados, algo que ya se insinuaba en Avant (2014) —con Julio Bocca reconstruyendo el estado de ánimo de un cuerpo de ballet al mismo tiempo que se efectuaba la restauración física del espacio para su despliegue— y que en La fundición del tiempo logra sacudirse los límites de un territorio, sea este Japón o Uruguay, y reconstituirlo mucho más allá, en un único e inasible paisaje mental. La sucesión de imágenes cambia la relación entre las palabras (no muchas) al punto en que la expresión de lo primario y lo salvaje deviene algo distinto de lo que se enuncia como tal, y es allí donde el cine de Álvarez Neme se revela profundamente moral, captando en ambos episodios dimensiones paralelas de un sentimiento que no podemos nombrar, pero que sabemos formado por materiales conocidos. En ese vacío magnético, en esa incerteza donde sólo caben intuiciones, late una diferencia que nos obliga a ir permanentemente hacia “afuera”, hacia el mundo que reverbera al margen de esa realidad captada por la película —y que es, ni más ni menos, el mundo en que respiramos—, con el deseo de buscar, en tiempos de vértigo y aceleración, qué nos liga todavía a esa cultura de la preservación (la del arbolista) y a esa actividad sobre el alma (la del domesticador). La tarea puede ser ingrata y hasta desoladora, pero la película de Álvarez Neme es bellísima, de esas que aparecen muy de vez en cuando.
La fundición del tiempo (Uruguay, 2019), guión y dirección de Juan Álvarez Neme, disponible en Qubit.
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