De todas las cosas que están mal en La La Land, lo menos preocupante es que su música sea de una alarmante mediocridad y sus “momentos” musicales provoquen aburrimiento y, de vez en cuando, algún tironeo de vergüenza ajena. El principal problema de esta película inexplicablemente entronizada radica en el divorcio insalvable entre las memorias cinéfilas que pone a discutir. La relación de Damien Chazelle con el musical es puramente mimética: el director usa sus juegos y contraseñas como una probable naturaleza en la que inscribirse, pero reclama un retorno emotivo que no encuentra ninguna recompensa. ¿Para qué los guiños y homenajes al cine clásico si La La Land desconfía de casi todos sus milagros visuales y sonoros? En su incapacidad para crear un público “nuevo” que pueda ponerse entre su película y él (¿quedan espectadores para este tipo de films?), Damien Chazelle apela al alma engañada de generaciones anteriores que saben, por lo menos, quiénes fueron Ingrid Bergman y Gene Kelly, y ahí es donde se confirma que Hollywood está elevando a mito las superficies, sin animarse casi nunca a raspar un poco la pintura. Acá no se intenta una forma nueva (como sí lo hizo Baz Luhrmann en Moulin Rouge), y por lo tanto importa poco la manera de entender la historia del género y el (probable) encanto de intentar reconstruirlo. Y si todo el asunto huele a refrito (camarera con aspiraciones a actriz y músico de jazz frustrado que cruzan sus vidas en la ciudad de los sueños), no queda claro el sentido de la movida crítico/publicitaria que puso en marcha un extraño aparato emotivo para acompañar a una película escasamente consciente de su herencia. La La Land no es un musical posmoderno (no es anacrónica por lo que propone, sino por su propia ejecución, que hubiera pasado por desangelada en esa orgía de luz y color que fueron los años cincuenta), y los principios remotos que en algún momento deben haberla puesto en marcha en la mente del director lucen tan desactivados en pantalla como debió estarlo la imaginación de sus músicos y coreógrafos al otorgarle movimiento. Es tan probable que el público “nuevo” encuentre La La Land vetusta y aburrida como que el espectador más curtido (amante o no del musical) la halle hueca, insípida, absolutamente intrascendente. Y habrá, por supuesto, quien la ame y esté dispuesto a gritar que La La Land es una nueva oportunidad para el musical y su magia, una reacción tan legítima como afirmar que lo único verdaderamente nuevo en este terreno lo hicieron Martin Scorsese (New York, New York, 1977) y Herbert Ross (Dinero del cielo, 1981) hace ya mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana, cuando se la agarraron con el género y le inyectaron tanta amargura que lo volvieron prácticamente irreconocible y, en el mismo movimiento, le extendieron un certificado de defunción que algunos intentaron, con suerte dispar, ocultar bajo la alfombra (léase Bob Fosse). Cuando Damien Chazelle se pone amargo, en cambio, ofrece sesiones de tortura en clave artie (Whiplash, 2014), y cuando quiere ser amable —y ganar Oscars— vende fotocopias laser-color como La La Land.
La La Land (EEUU, 2016), guion y dirección de Damien Chazelle, 128 minutos.
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