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El uso de la palabra es profundamente perturbador en el segundo opus de Nadav Lapid. Los trances a través de los cuales el pequeño Yoav se va de la realidad para volver con la mente cargada de imágenes son como cortocircuitos, fallas en un sistema tan herméticamente cerrado que, por momentos, los actores se acercan a la cámara —llegan, incluso, a “llevársela por delante”— en lo que pareciera un intento cínico por espiar un “afuera” posible. Los personajes, entonces, parecen prisioneros, y los versos que Yoav puede crear sin ser consciente del cómo dibujan en ese interior trayectorias imprevisibles, crisis respiratorias de un mito ignoto que hay que rastrear en los detalles, en las miradas sin expectativas de casi todos los seres humanos que pueblan el film. Una idea visual y sonora de la angustia, en definitiva, que absorbe las violencias de la historia aceptando sin objeciones su apariencia concreta y material. Pero la película de Lapid no se reduce a la construcción de una arquitectura para un pesimismo pedagógico, porque las zonas donde la comodidad del espectador podría haberse resguardado son reiteradamente maltratadas por una puesta en escena que hace de la incorrección una relación enardecida, algo que no deja de ser llamativo en un film secamente desprovisto tanto de ornamentos estéticos como de datos de la destrucción asociados al mundo real o de declamaciones gacetilleras por la decadencia intelectual contemporánea. La maestra del título es la única carga de energía puesta en el centro de ese universo estéril que, sin embargo, nunca se detona a través de la bajada de línea, y la relación que esa mujer establece con el niño prodigio está destinada a desvirtuarse porque sólo puede sobrevivir en un estado de sublimación total. La toma de conciencia que ya no puede negar el erotismo emergente de una imaginación precoz deriva entonces hacia un esclavismo que lleva a la degradación —quizás la apuesta más extrema de Lapid, que opta sabiamente por concentrarse en la captura de un deseo muriendo en el adulto antes que en el goce de atrevimiento naciendo en el niño—, y la pasión vampírica se radicaliza al punto de volverse intraducible a las palabras (ese último, extenso, disonante poema “compuesto” por Yoav en el mar). Hacia el final de La maestra de jardín, las imágenes que se suceden como encapsulando las consecuencias de los actos de uno de los protagonistas vienen a sellar la cáscara de la civilización, el perímetro desgastado de un orden del que el pequeño Yoav y su maestra son las víctimas sacrificiales en su doble definición de parias y adelantados.
La maestra de jardín (Haganenet, Israel / Francia, 2014), guión y dirección de Nadav Lapid, 120 minutos.
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