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A excepción de algún que otro episodio doméstico, La vuelta al cine en 40 días es un diario en el que se habla exclusivamente de cine. Quintín es un gran dialogador, sobre todo cuando el diálogo es consigo mismo, y por eso dan ganas de escucharlo, como dan ganas de escuchar las conversaciones telefónicas entre los personajes de Salinger. Su diario se puede leer de un tirón, pero también salteando partes o empezando por cualquier lugar. Hay una libertad caprichosa en la propuesta que invita a una lectura desprolija. Los cuarenta capítulos que componen esta bitácora fueron escritos entre el 16 de abril y el 26 de julio de este año. Se trata de un diario sin perspectiva, en el que el pasado está tan cerca que el lector no necesita anteojos para ver de lejos.
El estilo de Quintín es nítido y conciso, no falto de gracia, despreocupado de la poesía y certero para esgrimir argumentos. No tiene pudores innecesarios. Es capaz de admitir su fallido intento de comentar los diarios de Raúl Ruiz y también de preguntarse, como si hubiera cometido una travesura, si sus apreciaciones rústicas sobre Herzog enojarán o no a su mujer. Hay ganas de pelear en un sentido creador, infantil, de enfrentarse a alguien para tener la excusa de imaginar una defensa y un ataque. La vida como un ajedrez en cámara rápida.
Algo que se percibe en este diario es la inmediatez entre una reflexión y su puesta en página. Es como si Quintín hubiera nacido con las ideas definidas y nunca hubiera tenido que girar en torno a ellas para reperfilarlas. Esta facilidad para la tasación al vuelo, maniquea las más de las veces y provocadora siempre —de ahí su popularidad en Twitter— es la misma que despliega en sus irreverentes columnas dominicales del diario Perfil. Su mirada tiene la astucia de no dejarse hipnotizar. Puede hablar en el mismo tono del cine de Tarkovski y de Doris Day, de Ozu y de Game of Thrones, o de la serie policial más famosa de la televisión italiana —El comisario Montalbano— y de los clásicos de John Ford.
Tal vez su única imposibilidad sea quedarse callado. Porque hasta frente a una película ante la que se declara “indefenso” —Avengers: Endgame— logra “balbucear” algo coherente. Está claro que Quintín prefiere tener una opinión equivocada a no tenerla, al igual que prefiere una apreciación imperfecta a un veredicto académico, inmutable. Por eso no se avergüenza de exhibir sus conjeturas in progress, como cuando termina de ver Dolor y gloria de Almodóvar y dice: “Salí del cine pensando que era una muy buena película. Cuando terminé de bajar las escaleras del Cinemark Palermo, la calificación había bajado a buena y llegué a casa pensando que era floja e irrelevante”. Y uno se pregunta: ¿y si lo hubiese interrumpido alguien en medio de ese trayecto, dónde habría quedado la calificación de la película? Hay algo casual en sus opiniones, algo antojadizo en un sentido climático, aunque no por eso exento de fundamento. Quintín nunca olvida poner las cartas sobre la mesa.
El título del taller que dictó en el Centro Cultural San Martín —“Escribir sobre cine: encontrar una voz propia en un campo minado”— pone de manifiesto, acaso involuntariamente, su espíritu guerrero. Quintín, que alguna vez creyó reconocerse entre las filas de los risibles cinéfilos parodiados por Luc Moullet, todavía no sospecha que posiblemente esté más cerca de los superhéroes de Marvel. No importa cuál sea su poder especial, si es que tiene alguno, lo que es seguro es que como todo paladín de la justicia, el crítico solitario, maníaco, intuitivo e incorrecto es hoy una “especie en extinción”.
Quintín, La vuelta al cine en 40 días, Paidós, 2019, 184 págs.
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