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El significado anecdótico de la saga de Scheherezade organiza —y a veces condiciona— el recorrido del espectador a través de este territorio construido por Miguel Gomes como una transición flotante entre documental y ficción. Las mil y una noches es un film inmenso, desproporcionado, libre de ataduras, pero no es cine “total” en el sentido en que pueden serlo Los misterios de Lisboa de Raoul Ruiz o Sátántangó de Béla Tarr, porque Gomes refiere a un tiempo y a un lugar concretos (Portugal y su coyuntura de crisis económico-social), y la dimensión de su conciencia ideológica entiende la crítica política como una reconstrucción extravagante de época, y la ficción, como una forma insólita del testimonio sobre lo real. El volumen 1 (“El inquieto”), que es probablemente el mejor del tríptico, comienza como un documental sobre el conflicto laboral en los astilleros Naveiro, sigue con la renuncia a filmar que Gomes intenta concretar promediando el metraje —uno de los mejores momentos de “cine dentro del cine” que hayamos visto últimamente— y rápidamente enlaza el imaginativo combate contra una epidemia de avispas con el “proceso” de enjuiciamiento de un hombre cuyo gallo canta a deshoras y molesta al vecindario. Los episodios son (nos dicen) verídicos, pero están narrados siempre desde el absurdo, tocando la clave de la alegoría con una seguridad que, en algunos tramos, consigue alejar al director de la oscura imperfección de la realidad, un efecto que, digámoslo, no resulta siempre beneficioso. En el volumen 2 (“El desolado”) el procedimiento está totalmente asumido y clarificado, pero los ejes de la ecuación verdad/ficción/alegoría ya no tienen margen para la modestia de las imágenes, y todo el asunto (el viejo fugitivo al que las autoridades persiguen por la montaña, las injusticias de la burocracia estatal y las mezquindades de la especulación financiera y, otra vez, las posiciones populares sobre lo “correcto” y lo “incorrecto”) alcanza cierto nivel de complacencia que le otorga al conjunto un amargo tinte de aparato diagramado para determinado uso social, en este caso, la “protesta”. En ese sentido, y como puesta a consideración de una “verdad” sobre el estado de un país en un momento histórico específico, Las mil y una noches de Gomes está más cerca de ser la bronca comprendida en el interior de un marco a escala local que la memoria de un viaje de reconocimiento a través de ese elemento-guía inmortal que es Scheherezade. Y sin embargo (o pese a todo), hacia el tercer episodio (“El encantado”) la alegría que resplandece entre campanas y telas para reanimar la pasión narrativa a través de los gestos preciosos del bharata-natiam consigue aflojarnos frente a un atlas cinético que no sólo produce intervalos más o menos críticos sobre un “ánimo” de situación, sino que, también, y de a ratos, se permite una suerte de discurso imaginario sobre una esperanza perdida (¿para siempre?), ya no sólo entre los portugueses, sino para todos nosotros. En esa comunidad de hombres enfermos de melancolía que se dedican a entrenar pájaros pinzones para que sean capaces de crear matices de belleza en la tiranía de un tiempo cronometrado, se juega la suerte final de un film que necesitaba menos señaladores y más conciencia de la tristeza leve y la nostalgia por el pasado que caracteriza a la patria de la que proviene, eso que podría haberlo vuelto definitivamente universal, como lo hubiera querido, arriesgamos, Scheherezade, y que algunos, todavía, y aunque cueste, tratan de definir como saudade.
As mil e uma noites (Portugal/Francia, 2015), guión de Telmo Churro, Miguel Gomes y Mariana Ricardo, dirección de Miguel Gomes, 383 minutos.
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