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Leviatán es una película grave no tanto por su tema como por la profesión de fe artística que ostenta en todos y cada uno de sus fotogramas. Andréi Zviáguintsev hace su cine con engañosos contrapuntos: los nudos de angustia y desesperación que estancan la acción podrían pasar por calculados tiempos muertos aunque no sean, en realidad, más que simples y breves reposos en la progresión geométrica de los acontecimientos. El mundo dentro del cuadro es inerte como un paisaje de Turner, aunque siempre haya algo vivo e inasible contagiando volumen a las imágenes, y sus momentos de mayor poderío son estrictamente fotográficos —dada la carencia de movimiento que cifra los planos—, a pesar de que el sonido está utilizado con un arriesgado sentido de la incomodidad. Esta apuesta por el letargo desnuda ciertos mecanismos que se parecen demasiado a los de un teatro religioso. Los personajes de Leviatán son desgraciados a los que el destino impone recompensas y castigos con una arbitrariedad que la gravedad constante del tono y la puesta asocia permanentemente a la providencia, aunque Zviáguintsev sea demasiado astuto como para dejar librado el sentido final del film a las catedrales de la fe y procure hacer difusa esa tesis cada vez que puede. Aquí es donde todo el asunto se vuelve un poco arbitrario, como si el director se apartara de sus personajes para mostrarse como el único ser bendecido por la inteligencia. Habría que remontarse a tempranas películas de Lars von Trier (Contra viento y marea, Bailarina en la oscuridad) para encontrar un ejemplo similar de ese providencialismo cinematográfico, en el que la premonición reemplaza el interés y el suspenso, y la progresión dramática se confunde con la espera angustiosa de un desenlace inevitable. La controversia que rodeó al film en su momento (el premio a mejor guión en Cannes en 2014 y la nominación al Oscar como mejor film en lengua no inglesa ese mismo año llamaron la atención sobre el hecho de que el putinismo la hubiera acusado de “antirrusa”, de transmitir una imagen distorsionada del país), lejos de compenetrarlo con la realidad, lo aproxima peligrosamente a la curva de la alegoría entendida en su peor vertiente. Hay poco lugar para la reflexión en Leviatán. Kolya es un pobre mecánico de autos alcohólico, indefenso ante el cruel intendente local que quiere quedarse con el terreno donde está emplazada su casa. Poder político, burocracia judicial y fatalidad religiosa harán el resto. El monstruo contra Job, en una suerte de parodia de organización social moderna que tiene en el consumo de alcohol el detonante principal de las desintegraciones domésticas, adulterio incluido. El destino humano dominado por un poder inexorable que lo somete como a un elemento más de la naturaleza. Todo depende de la compasión, la irritación o el hartazgo que la pobre tragedia de Kolya, hombre de mimbre ofrendado al sacrificio, pueda despertar en el espectador. El correlato con la realidad poco importa en este caso. En cine, las arbitrariedades son siempre fallas de la imaginación.
Leviatán (Rusia, 2014), guión de Andréi Zviáguintsev y Oleg Negin, dirección de Andréi Zviáguintsev, 141 minutos.
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