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El nuevo siglo cambió radicalmente la forma de consumir televisión. Medios legítimos (el DVD, el DVR o el streaming pago), descargas ilegales y sitios especializados de crítica y discusión facilitaron analizar una serie como una obra cohesiva sobre la base de frases, gestos, sonidos, detalles de escenografía y subplots que, conectados, revelan el gran cuadro.
En el caso de Mad Men, las teorías sobre cómo finalizaría la serie tras siete temporadas (la última, emitida en dos mitades) iban desde las sosas —el suicidio del creativo publicitario Don Draper, el personaje principal, en una interpretación demasiado literal de los títulos de apertura— hasta las disparatadas y a la vez fascinantes (Draper como el delincuente D.B. Cooper, uno de los grandes enigmas estadounidenses). No obstante, algunos acertaron.
Matthew Weiner, el creador y cerebro, había sido guionista y productor de The Sopranos. A diferencia de esta, Mad Men tuvo un final más o menos literal, pero fue un espejo —por la manera en que Weiner lo narró— de cómo la audiencia percibe, si no el mundo, al menos la propia serie.
Noviembre de 1970. Draper está varado en California, en un retiro espiritual hippie/new age. Medita en grupo y una sonrisa se apodera de su rostro. El montaje pasa a una de las publicidades más célebres de la historia, emitida en 1971: Coca-Cola como símbolo de unión y armonía mundial, con la canción “I’d Like to Teach the World to Sing”. Fin. El lugar y el vestuario del spot remiten a la escena en la que Draper parecía alcanzar cierta iluminación. ¿O sólo se le había encendido la lamparita?
¿Obtuvo Don algo de calma espiritual, para retornar —tras errar por el país, un poco beatnik tardío, otro poco El fugitivo— como una versión mejorada de sí mismo? ¿O Mad Men sólo nos mostró cómo todo ideal puede ser convertido en un reclame más? Después de todo, ya en el primer capítulo (1960 vía 2007), Draper decía que el amor era una mentira inventada por gente como él para vender nylon.
Su creador negó intención de cinismo, mientras Jon Hamm (Draper) explicó que Weiner siempre tuvo la intención de que sus personajes terminasen un poquito más felices que al comenzar la serie. Algo discutible para Betty, la primera ex esposa de Draper, con los días contados en respuesta a la pregunta “¿Nadie va a enfermarse por fumar tanto?”. Para el resto, Mad Men no aseguró un “y vivieron felices…”: no hay garantía de duración para nuevos emprendimientos o parejas —el giro de Peggy Olson y Stan Rizzo fue digno de Katherine Hepburn y Cary Grant— ni, en el caso de Draper, de que logre mantener la inspiración.
Mad Men se retiró a tiempo, y uno de sus grandes méritos fue mostrar unos sesenta similares y a la vez muy distintos de los relatos canónicos. Momento clave: Draper escucha “Tomorrow Never Knows” de The Beatles y levanta la púa a mitad de tema. Sutilmente y lejos del cliché, los personajes se esfuerzan por lidiar con los cambios: los más fáciles de acomodar son los funcionales a su hedonismo. Pero ¿qué hacer en la agencia con los negros? Un par de secretarias de color para no ser tan racistas como la competencia. ¿Vietnam? Dow (Ziploc, pero también Agente Naranja) era de lo más valioso de la cartera de clientes. Más allá de los ámbitos, Mad Men sugiere que para la “mayoría silenciosa” que exaltaba Nixon —en cuya primera candidatura a presidente Draper y cía. trabajaron— los sesenta fueron así.
De esta era dorada de la televisión, Mad Men es el principal sostén de quienes piensan que la Gran Novela Norteamericana hoy se escribe como guiones para cable. Aun quienes discrepen no pueden negar, entre otras conexiones literarias, las escenas de suburbio cheeverianas en las primeras temporadas. Menos discutible es que en la pantalla grande cada vez queda menos lugar para historias y personajes así.
Mad Men, creada por Matthew Weiner, AMC, 92 episodios, 2007–2015.
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