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María Soledad: El fin del silencio

Lorena Muñoz

CINE y TV

Los documentales de Netflix —salvo honrosas excepciones— están cuidadosamente elaborados a partir de fórmulas caducas con las cuales resulta complejo vislumbrar algo, por más ínfimo que sea, del orden de la novedad (estética, es decir, política; pero no seamos injustos con la empresa de entretenimiento norteamericana y ajustemos el enunciado: la mayoría de los documentales están elaborados de esa manera): los mismos encuadres, los mismos procedimientos, la misma tensión narrativa, el mismo concepto de montaje. No importa si el producto trata sobre un asesino en serie que se cargó a noventa personas en la India o sobre el ascenso a la Premier League de un desconocido equipo de la segunda división inglesa. Algunas veces, la potencia irredenta del material de archivo (tonos, textura) aminora la chatura creativa de los creadores de contenido, y otras es el espectador quien, devoto incansable del género, se entusiasma durante un rato para luego desfallecer ante el infierno de lo igual.

El fin del silencio, documental dedicado al caso María Soledad, contaba a priori con los ingredientes perfectos: cuantioso archivo, morbo mediático, víctima joven e inocente, encubrimiento policial, trabas para juzgar a los acusados (formaban parte de la casta catamarqueña). El asesinato de María Soledad Morales fue, quizás, el crimen que inauguró en la Argentina la globalización desaforada del capital (ocurrió el 8 de septiembre de 1990, a menos de un año de la caída del Muro) y el consiguiente desprecio por la vida (y por la verdad).

Repongo el argumento para los nativos digitales: una chica de diez y siete años aparece brutalmente asesinada y los posibles culpables, merced a las maniobras del poder político, demoran en aparecer. Uno es pobre (Luis Tula, condenado a nueve años), el otro rico (Guillermo Luque, condenado a veintiún años); luego se suman dos o tres acusados de alta alcurnia que le inyectan a la historia un carácter siniestro y obsceno.

Entre paréntesis: no es necesario ser cinéfilo para remitirse a Twin Peaks (cuya fecha de estreno fue el 8 de abril de 1990) y comparar la imagen de María Soledad eternamente joven (sólo la imagen de un muerto joven puede aspirar a la eterna juventud) con la de Laura Palmer; ambas nacidas en 1972, con semanas de diferencia y asesinadas a la misma edad: las coincidencias abruman.

Más que de material de archivo (una lástima), el documental se nutre del testimonio de los protagonistas: la hermana Martha Pelloni, el fiscal Gustavo Taranto, la periodista amarillista (¿tautología?) Fanny Mandelbaum y las amigas del colegio de María Soledad, que hoy tendría, para nuestra sorpresa, cincuenta y dos años.

Pero lo cierto es que a medida que transcurren los minutos nos va invadiendo una sensación incómoda, menos por el salvaje crimen que por la actitud de las amigas de María Soledad (propiciada por la directora), quienes parecen dispuestas a todo (y subrayo a todo) con tal de ocupar el centro de la escena: gestos, impostación, (sobre)actuación, lugares comunes, golpes bajos. El afán de protagonismo de las amigas (lo habrán visto o podrán verlo) es infame e infama la memoria de la víctima. Gracias a esta clase de testimonios (las amigas dicen lo que ellas desean escuchar de sí mismas), la figura de María Soledad se va desvaneciendo hasta disolverse por completo antes del final. Proclamemos una especie de ley: el triunfo del testimonio de las amigas de María Soledad es la derrota de la historia de María Soledad. El golpe definitivo lo asesta el reencuentro del grupo de amigas treinta y cinco años después. La escena campestre es lastimosa, si se la mira con buenos ojos.

A mi juicio, la directora Lorena Muñoz aprovecha el crimen de María Soledad para llevar agua al propio molino, que nadie sabe bien cuál es ni qué dividendos le reporta (sospecho, verdaderamente, de la ingenua relectura feminista que propone al cierre y que infesta El fin del silencio de los peores anacronismos).

Hasta el minuto 85 es un documental del montón, impotente, que no se arriesga ni a la pena ni a la gloria (esto no constituye una acusación, nadie es culpable de su mediocridad), y en los últimos diez se vuelve pésimo, y hasta un poco cruel, ahora —justo— que la crueldad está de moda.

 

María Soledad: El fin del silencio (Argentina, 2024), dirección de Lorena Muñoz, 96 minutos.

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