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Cada capítulo de M:I lo hizo a su manera, desde el thriller cerebral (Brian De Palma), el ejercicio gimnástico/operístico (John Woo) o la lógica de cartoon en carne y hueso (Brad Bird). Las sucesivas entregas de esta versión cinematográfica de la famosísima serie de TV se las han ingeniado siempre para fijar un nuevo estándar en lo que a filmación de escenas de acción se refiere, demostrando (como si todavía hiciera falta) que las grandes películas siguen siendo asunto de grandes directores y no (o no sólo) de grandes presupuestos. Hubo un pequeño paso en falso en el tercer capítulo —el que dirigió el todavía inaprehensible J.J. Abrams—, pero es tiempo de olvidarse de eso, porque ahora Christopher McQuarrie (que es la gran joya oculta del cine de género norteamericano, con apenas tres películas en quince años) filma una guerra de gangsters tecnológicos y deja la vara tan alta que es difícil imaginar cómo hará la saga más poderosa del cine contemporáneo para superarse en un hipotético sexto capítulo. M:I 5 es un artefacto demencial, reactivable en sucesivas visiones, en el que los índices de percepción del espectador (es decir: su capacidad de disfrute) son constantemente desafiados a un nivel sólo comparable con la transformación por la fantasía. McQuarrie tiene los modos y la inventiva de un científico loco y una concepción maquínica del cine, en el sentido de la rara capacidad que manifiestan todas sus películas para cambiar de ritmo y velocidad (dentro de una secuencia, dentro de una misma escena, incluso) en los límites de una lógica de tipo sísmico. El público que requiere M:I 5 no es muy diferente de aquel que cree en las virtudes de la magia, esa ciencia paralela que vuelve inestable la realidad a base de multiplicar sus conexiones con la mente, y los milagros que logra la cámara de McQuarrie —la secuencia en la Ópera de Viena, que Hitchcock hubiera aplaudido de pie; el sabotaje subacuático, que habría que empezar a proyectar en las escuelas de cine; la persecución de motos, que probablemente sea la mejor de la historia— no son ajenos a esa lógica de trucaje e ilusión, del mismo modo en que la imaginación en la que nacen no difiere demasiado de la del astrónomo que sueña desde una lejanía fantástica, y antes de comprobarlas en la realidad, armonías perfectas y causalidades asombrosas. M:I 5 es una fórmula para la felicidad: busca inducir un trance, una salida de este mundo que sólo se realice en el sueño del movimiento continuo. Es una invitación a dejarse llevar por la euforia de lo posible a veinticuatro fotogramas por segundo, a perderse en una acumulación de formas que se llaman entre sí como las notas de un vals, esa otra variedad del arte giratorio que vive y muere en el aire vivo, ante nuestros ojos de asombro, lo que es casi lo mismo que decir que M:I 5 es una obra maestra.
Misión: imposible. Nación secreta (Estados Unidos/China, 2015), escrita y dirigida por Christopher McQuarrie, 131 minutos.
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