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Quizás porque el automóvil y el cine nacieron casi juntos en las últimas décadas del siglo XIX, o porque capturar la imagen en movimiento del interior quieto de un vehículo en movimiento suponía un particular y atractivo desafío técnico, filmar a una persona que maneja ha sido una obsesión del cine desde sus comienzos. Los modos de hacerlo han variado, así como los resultados en cuanto a mimetismo y credibilidad, pero la relación se ha mantenido y ha sido enormemente productiva —en términos icónicos, narrativos y teóricos—. Entre las muchas películas que lo hacen están las que fueron categorizadas de road movies —como Thelma y Louise (Ridley Scott, EEUU, 1991) por dar un ejemplo logrado, prominente y ya de culto— en que, por lo común, el estatismo de la toma que encuadra al conductor con sus manos al volante y la vista fija en el camino contrasta con la exuberancia de los acontecimientos que se acumulan mientras se avanza en el camino y en la película. Pero muchas otras, entre las que elijo El sabor de las cerezas (Abbas Kiarostami, Irán, 1997) prefieren hacer del acto mismo de manejar y del interior del coche el centro de su universo narrativo y visual.
No es fácil pensar No esperes demasiado del fin del mundo desde estas dos opciones. De sus más de dos horas y media de duración, unos cuarenta y seis minutos —aproximadamente el treinta por ciento— nos muestran a Ángela (Ilinca Manolache, en un trabajo que le ha merecido profusos elogios, y cuyo extraordinario rapport con la cámara es el sostén fundamental de la película) en su coche. La vemos sola o acompañada, interactuando con otros conductores o con interlocutores telefónicos, sorteando intrépidamente el tráfico de Bucarest o atascada en sus calles en hora pico. Como asistente de una productora cinematográfica, Ángela maneja para trabajar. Pero también la vemos hacer videos para las redes sociales, hacer globos con el chicle, comer, beber, dormir y tener sexo en el auto, su verdadero espacio vital.
Sin embargo, el afuera del auto no pierde nada de su relevancia. Bucarest es tan protagonista de la película como Ángela, y lo es por partida doble. Como es común en la práctica de Jude, cuyas películas detentan siempre una agudísima conciencia de la historia del cine, No esperes demasiado del fin del mundo dialoga con otro filme rumano, conocido por su título en inglés, Angela Goes On (Lucian Bratu, 1982), que cuenta la historia de otra Ángela (Dorina Lazar) que trabaja con su coche —es taxista— por las calles del Bucarest de la era Ceauşescu. Segmentos de la película de los ochenta, en colores, ligera pero crucialmente intervenidos por Jude con un ralenti que les imprime un ominoso extrañamiento, se insertan intermitentemente en la rutina del presente en blanco y negro, y revelan los contrastes (y similitudes) entre dos áreas de la ciudad (la censura de los ochenta solo permitía filmar en las zonas más desarrolladas), dos modos de construir personajes femeninos, dos modos de hacer cine, dos momentos históricos del país más pobre de la comunidad europea.
La operación recuerda, a su vez, un trabajo previo de Jude —especialmente el cortometraje The Marshal’s Two Executions (2018), donde confronta dos piezas del archivo fílmico rumano: el metraje documental de la ejecución del general Ion Antonescu, líder del ejército rumano durante la Segunda Guerra Mundial y ejecutado en 1946 por su responsabilidad en el exterminio de judíos rumanos, y una versión ficcional de la ejecución, hecha en los noventa con tono revisionista—. Como en este corto, en No esperes demasiado del fin del mundo evita comentarios didácticos o subrayados capciosos y prefiere dejar que la mera alternancia de los materiales y sus convenciones hablen por sí mismos. En una entrevista reciente Jude cita (de memoria y en inglés —fiel a su privilegio periférico, podría decir Piglia—) a un poeta japonés, Ryôkan Taigu: “¿Dices que mis poemas son poesía? No lo son. Pero cuando veas que no lo son, recién entonces notarás su poesía”. Quizás esta sea la clave con que acercarse a su cine. Cuando advirtamos que no lo es, o que no es sólo cine, nos rendiremos ante su grandeza cinemática.
Hay otros dos contrastes que aumentan la tensión impuesta desde los primeros minutos por el frenesí de la vida sobre ruedas de Ángela. Por un lado, el que se da entre la personalidad magnética, extrovertida y propensa a la camaradería de Ángela, y la chabacanería y agresividad de Bobita, su alter ego masculino de TikTok, a quien vemos calvo y de anchas cejas negras gracias a un filtro de la aplicación, y a quien escuchamos mandarse la parte de heroicas conquistas sexuales en un lenguaje explícito, grosero, que no ahorra comentarios racistas o misóginos. Es el gesto que más habla de nuestro presente de realidades fingidas y ficcionales cuya artificialidad no es disimulada, sino exhibida con una impunidad barroca.
Por otro lado, el contraste entre el arrebato hiperactivo de las aventuras de Ángela por la ciudad, en busca de víctimas de accidentes laborales que accedan a dar testimonio para un video informativo sobre medidas de seguridad en una fábrica, y los últimos cuarenta minutos de la película, ocupados por un largo plano secuencia (real o fabricado, poco importa), con cámara fija, que compone el “material en bruto” del video de seguridad. Ovidiu (Ovidiu Pîrsan), reclutado por Ángela para la película, ha quedado en silla de ruedas después de un accidente en el mismo sitio en que se está filmando el video. Ha vuelto allí rodeado de su familia para contar su historia, que sirva de ejemplo (o advertencia) al resto de los obreros. Con una violencia perversa y en algunos momentos sutil, el largo segmento nos hace testigos de la manipulación que la compañía dueña de la fábrica y el director a cargo de la película ejercen sobre Ovidiu para que altere su relato de modo que la culpa recaiga sobre sí mismo, comprometiendo incluso el resultado del proceso legal que tiene pendiente en contra de la fábrica. Cada nueva toma despoja a Ovidiu de alguna porción de su verdad, desde su apellido, pasando por las circunstancias del accidente, hasta su voz: la última toma simplemente lo muestra exhibiendo carteles en blanco que van a ser rellenados con CGI.
Aun así, con menos facilidad y ligereza que las de Ángela para convertirse en Bobita, y sin filtros que velen su identidad, Ovidiu también construye, a su pesar, un personaje para la cámara. Los espectadores lo vemos desde la distancia irónica de la ficción, conscientes de la puesta en abismo que diluye o vuelve inoperante la pregunta acerca de qué es cierto y qué no. Sin embargo, el guiño más sutil e inteligente en este cruce de identidades y películas lo deja a Jude casi escondido en su ovillo de tramas y referencias: la madre de Ovidiu, sentada a su derecha durante los cuarenta minutos del plano final, de sombrero, corbata y bastón, es la Ángela de la película de los ochenta, la misma actriz, en el mismo personaje.
No esperes demasiado del fin del mundo (Rumania, 2023), guion y dirección de Radu Jude, 163 minutos.
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