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El último arrebato de Brian De Palma se llama Passion. Así, como resplandeciendo en itálicas. Y aunque los primeros minutos nos hagan recordar a la superficie gélida y un poco anónima de alguna pornosoft anclada en los años noventa, muy pronto el efecto de estilo –esa autoconciencia barroca labrada a golpes de encuadre y zooms– no deja lugar a dudas: De Palma está de regreso.
Passion se presenta, entonces, como la remake de un olvidado film francés que narra las tortuosas relaciones de tres ejecutivas del mundo de la publicidad que no hacen otra cosa que traicionarse hasta la exasperación, en el micromundo de los creativos publicitarios. Pero en De Palma el argumento, lo sabemos, siempre fue lo de menos. En todo caso, es la excusa que habilita una suerte de plataforma de experimentación –cuyo ejemplo perfecto es Femme Fatale (2002)– donde aquellos signos tan amados por la cinefilia no dejan de fluir, de circular, de moverse (nadie como De Palma hizo rendir esa peluca hitchcockiana rubia en tantas películas y con tanta impunidad), pero también de fluctuar, de enloquecer, de alucinar.
Aunque sepamos que De Palma es un maestro en el arte de llevar el simulacro velazquiano de la mirada a escala global –sólo basta con ver la majestuosa escena final con pantalla dividida–; a pesar de la ambivalencia gozosa y paródica con la que juega todo el tiempo con el cliché, en algunas escenas privilegiadas ocurre algo raro. En Passion, hay un momento en el cual Christine (Rachel McAdams) le revela a Isabelle (Noomi Rapace) la culpa que siente por la muerte de su hermana, mientras ambas se emocionan y se abrazan con cierta dosis de lascivia. La escena es ridícula en sí misma, pero a medida que pasan los segundos sobreviene una distorsión, como si la intimidad de ese momento compartido hubiera cambiado de signo sin que nos hayamos dado cuenta: la impresión de haber atravesado el cliché y asistir, entonces, al surgimiento de una extraña beatitud.
Es probable que no haya sido más que un gesto, un incidente menor, y sin embargo no podemos dejar de percibir que en esos frágiles momentos que atraviesan todo el cine de De Palma tal vez habite una forma de resistencia; una manera de inocular aquellos movimientos de distancia y de cinismo, de paroxismo cool con que buena parte del cine actual no cesa de bombardearnos. Como si la potencia de lo falso (aquella consigna que nutrió a buena parte del modernismo cinematográfico) permitiese, en el último de sus pliegues, la irrupción del sentimiento, del afecto que desborda.
A esta altura, la obra de De Palma tal vez sea un poco demodé, pero es justo en ese gesto desplazado donde radica su afirmación. La obstinación con la que, después de todos estos años en los que ha ido languideciendo –o escabulléndose– la condición auteur, persiste en sus obsesiones. Y quizás sólo ahora, cuando se ha convertido en un cineasta en alguna medida marginal, cuando su obra ya ha pasado el límite último de la sobreinterpretación, seamos capaces de advertir la extraña aleación con que estaban hechas sus películas (una serie de compuestos químicos que no deberían funcionar).
Y sin embargo están allí: esquizofrénicas, disparatadas. Pulsión desbordada y cálculo helado. O como lo que Slavoj Žižek diagnosticó para siempre en la obra de David Lynch: el (alto) arte del sublime/ridículo.
Passion (Francia, Alemania, España, Gran Bretaña, 2012), guión de Brian De Palma y Natalie Carter, dirección de Brian De Palma, 94 minutos.
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