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Respecto de la Robocop original de 1987, la memoria colectiva suele estar signada por un equívoco persistente. Si se la recibió –y aún hoy se la recuerda, incluso– como una apología fascista, es debido a cierta miopía de la crítica que todavía confunde la estética y la ideología con un modo de asimilación de los datos de una obra de arte. El film original de Paul Verhoeven –un extranjero en Hollywood– tuvo que atorarse con los sedimentos de la política de Reagan, el pistoletazo de salida del cyberpunk de William Gibson y un público y una industria quizás no del todo preparados para asimilar su propuesta de ultraviolencia, nihilismo y extravagancia tecnológica. Orion Pictures (la productora del filme de Verhoeven) marcó una época antes de quebrar y desaparecer; representó una válvula de escape frente a una industria que se volvía cada vez más conservadora e inofensiva en cuanto a sus propuestas de cine de género, y en ese trance posibilitó una fantasía robótica pervertida y paradójicamente animal que aún hoy sorprende por su vigencia y brutalidad. Pero José Padilha confunde actualización con revestimiento, lo que no sería muy grave si el malentendido ideológico mencionado al inicio de este texto no se utilizara en la mayoría de las críticas que la remake recibió para tratar de acomodar al paradigma cinematográfico del presente un proyecto carente de sentido. La desesperación es evidente: las apelaciones a las coartadas bélicas y políticas (las incursiones militares de los Estados Unidos por el mundo) son un manotazo de ahogado destinado a tratar de hacer “madurar” un film que está demasiado cerca de la ruidosa y atronadora realidad del cine de superhéroes. Y si en 1987 Verhoeven tuvo que podar algunas escenas de su película para que no recibiera una calificación “X”, Padilha trata de lavar su vilipendiada reputación –arrastra una carretilla de calificativos dudosos gracias a la apologética Tropa de élite, que, dicho sea de paso, es una película horrible en más de un sentido, y sin embargo mucho mejor que el filme que ahora nos ocupa– despejando una ecuación básica con las herramientas que sirven para regular el funcionamiento de un transformer: ruido, ruido y más ruido. Y entonces, lo que en Verhoeven era violencia física y mental, aquí son explosiones; lo que antes se mostraba como una concepción hobbesiana del Estado y las corporaciones, aquí se reescribe con la fórmula del cine de científicos locos, y lo que fue cómic y desmesura –recordar esa memorable escena donde uno de los villanos más sádicos y pervertidos de la original caía en un contenedor de desechos tóxicos– ahora es un melodrama familiar digno de “la película de la semana”. El cine actual no tiene un problema con la violencia, porque casi ya no la muestra y la reemplaza con explosiones y torturas, dos de sus formas más cobardes de abstracción. El cine actual –y, por transición, la nueva Robocop y el noventa y nueve por ciento de las remakes que padecemos– tiene un serio problema con sus accesorios, algunos de los cuales se han transformado prácticamente en su razón de ser. Por ejemplo, esos anteojitos 3D que reparten en la entrada y que ya casi no nos dejan ver nada.
Robocop (Estados Unidos, 2014), guión de Joshua Zetumer, dirección de José Padilha, 118 minutos.
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