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Antes de que el tráiler se convirtiera en un género audiovisual omnipresente y estéticamente autónomo (¿a quién no le molesta perderse los avances?), los espectadores de un film como Room habrían pasado los primeros cuarenta minutos al borde del asiento, preguntándose si esa madre y ese niño lograrían alguna vez salir de la habitación en la que están cautivos desde hace años. Pero vivimos en la era de la anticipación, y la mayoría de nosotros verá esta película sabiendo que sí salen, y que los conflictos de la vida en el mundo exterior no serán menos trascendentes que los del encierro que la precede.
Joy (Brie Larson) y su pequeño hijo Jack (Jacob Tremblay) viven en una habitación de diez metros cuadrados a la que llaman cariñosamente “Room” (“Habitación”). Sin contacto con el mundo exterior más allá de la televisión y las visitas que cada noche les hace su captor, “Old Nick”, (que es el padre biológico de Jack, aunque la palabra nunca se pronuncia), Joy se las ingenia para que su hijo crezca en un ambiente lo más saludable posible, con rutinas de estudio, ejercicios y juegos. Jack, que es también el narrador de la historia, es un niño feliz, ajeno al esfuerzo con el que Joy sostiene el mundo en ese cuarto agobiante, y que nosotros adivinamos en su aspecto ojeroso y demacrado.
La construcción de la cotidianeidad en medio del horror hace que Room no sea un thriller de golpes bajos sino un drama de aprendizaje para ambos y una observación sobre lo que significa construir espacios de pertenencia. Cuando hacia el final Joy y Jack miran fotos en la antigua casa de ella, es claro y escalofriante el paralelo entre la “Habitación” y ese refugio voluntario que es el cuarto de cualquier adolescente. Room no es una película sobre un secuestro, aunque el cautiverio ocupe la mitad de la historia. El captor no tiene entidad propia más allá de un sobrenombre y algunas interacciones con Joy, que impactan por su carácter doméstico, como cuando anuncia que perdió su trabajo y va a dejar de comprarle vitaminas al chico.
El trabajo de Brie Larson y de Jacob Tremblay para encarnar a estos personajes es monumental porque supone un enorme ejercicio de imaginación. ¿De dónde sacan dos actores tan jóvenes el material para componer vidas en situaciones tan excepcionales? Un ejemplo: cuando, ya fuera de la habitación, el pequeño Jack baja la escalera de la casa de sus abuelos o se acerca maravillado a un perro, creemos estar frente a un niño que experimenta el mundo por primera vez.
En su tratamiento de la infancia como burbuja protegida, Room se parece menos a La vida es bella que a Nunca me abandones, aunque es menos amarga que esta última a pesar de compartir su tesis central: el descubrimiento de que la infancia es siempre una ficción que otros —los adultos— construyen a nuestro alrededor es lo único que puede garantizar una vida sin traumas. Algo con lo que el niño de la película italiana habrá tenido que lidiar ciertamente, y que convierte a Jack, el protagonista de Room, en un personaje inolvidable.
Room (Irlanda/Canadá, 2015), guión de Emma Donoghue a partir de su novela Room, dirección de Lenny Abrahamson, 118 minutos.
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