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Del cruce entre la extravagante prosa de Thomas Pynchon y el gigantismo del cine de Paul Thomas Anderson sólo podía surgir una rareza. Aquí hay dos universos muy personales en contacto, uno reverberando en otro. Las ideas literarias de uno de los mejores escritores norteamericanos contemporáneos y las cinematográficas de un realizador cuyo nivel de ambición y audacia formal sólo resiste la comparación con el que exhibieron, en su momento, cineastas como Michael Cimino y Francis Ford Coppola. La convergencia —casi inverosímil desde lo generacional, pero sumamente coherente al ponerse en funcionamiento como máquina de apropiaciones— entre el escritor que trabaja con materiales históricos para construir lugares fuera del tiempo y el cineasta consciente de una época autodestructiva frente a la cual resulta indispensable volverse integrador. Una especie de apoteosis del riesgo artístico. La novela de Pynchon, con su proliferación y elaboración de citas (el caso Manson, los pormenores de la presidencia de Nixon, el espectro del cine noir clásico) le facilita a P.T. Anderson una de esas coartadas para la nostalgia con las que suele sentirse cómodo. Pero la sustancia literaria del creador de El arco iris de gravedad (1973), esa amalgama entre técnicas psiquiátricas de narración y un sentido del humor quemante como ácido que marca cada una de las páginas del texto de base, le otorga, también, la excusa para el desborde y la proliferación propios de la ficción conspirativa. En la novela, esa cultura de fusiones y cruzamientos consolida la textura del mundo y apuntala a los personajes; en la película de Anderson, su sentido es otro. Funciona, claro, como superficie reflectante del dolor y los miedos de una generación (la del detective lisérgico “Doc” Sportello, sus novias fatales, sus amigos delirantes, sus enemigos monstruosos y sus policías neofascistas) pero, a la vez, actúa como conjuración del temor apocalíptico que subyace a la cultura pop de los años setenta: la imposibilidad de conocer algo del todo, el terror a ser engullido por la asimétrica ecuación entre Historia y política. El antídoto es la catatonia como válvula de escape, la hipnosis farmacológica como método detectivesco, una cartomancia de los signos publicitarios que opera como lenguaje imaginario frente a las limitaciones de lo real (o de la forma en que podemos pensar lo real). P.T. Anderson ha reconstruido el espíritu de una época con tal precisión que incluso ha sabido resignar su estilo, que aquí se manifiesta relajado, lánguido, como si se hubiera contagiado del estado de ánimo de sus protagonistas. En su versión de Inherent Vice casi no hay set pieces. Sus imágenes fluyen, se enlazan, se superponen, se disuelven unas dentro de otras para que todo final sea un comienzo y toda deducción no haga más que agregar niveles de incertidumbre a una trama imposible. Está armada, traída desde la literatura, pero parece compuesta como música: irregular, poderosa, digresiva, siempre al borde de la improvisación. P.T. Anderson nunca estuvo tan cerca de Ken Russell. Por suerte, tiene mejor gusto y es mucho menos chillón.
Vicio propio (Estados Unidos, 2014), escrita y dirigida por Paul Thomas Anderson, 120 minutos.
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