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Como toda road movie, Visages villages parece una teoría sobre el azar, que tiene el tiempo como eje y el espacio como excusa. Agnès Varda pasa de su propia memoria (Las playas de Agnès, 2008) a la de su país construyendo un archivo sentimental de aspiraciones inmensas. Pinta su aldea y desde allí le hace preguntas al mundo, poniendo señales a lo largo del camino y conectando tramas culturales para la mirada futura. La pintura se la presta JR, fotógrafo y artista visual, sorprendente compañero de ruta, que se dedica a fotografiar personas “comunes y corrientes” para luego ampliar esas reproducciones e “imprimirlas” a gran escala en entornos que les son, de una u otra manera, familiares.
En su crítica para Film Comment, Jonathan Romney sostiene que Agnès y JR se comportan como una especie de circo ambulante. Podemos agregar que la camioneta-estudio de JR es la caja del mago, y que Agnès es la secretaria simpática y parlanchina que se encarga de convencer a la gente de entrar en ella. El dúo funciona a la perfección y casi nadie se les resiste: la anciana que soporta estoicamente el desalojo de un pueblo minero, el campesino solitario y su tractor computarizado, los operarios de una planta de ácido clorhídrico. Todos ellos tienen algo en común. La extraña alegría de la película encubre el hecho, por demás sorprendente, de que Agnès y JR están marcando el camino con cenotafios. Señalizan lugares, pero también generaciones, mientras arman —o proponen— un rompecabezas sobre la forma en que viene cambiando (para mal) el mundo. En la suspensión alegre de esa amargura, en el diferimiento de una tristeza que se intenta espantar con humor, radica el secreto de esta pequeña película que encapsula su encanto con celo mimoso, perfectamente consciente de que el tránsito que propone es un enganche alegre de despedidas, desilusiones y aspiraciones que difícilmente vayan a encontrar su lugar en la realidad. “Mi capital de trabajo son las imágenes efímeras”, dice JR, que se ríe durante casi toda la película detrás de sus anteojos oscuros, esos que Agnès le pide más de una vez que se saque “porque se interponen entre ellos”.
Visages villages une trayectorias físicas y epocales. Es la encrucijada entre los tiempos de Agnès, esos en que la memoria era un aparato esencialmente lingüístico porque la palabra (escrita o hablada) tenía un valor que hoy ya no tiene, y los de JR, representante de esos nuevos creadores que aprenden casi exclusivamente con los ojos. Hacia el final, la imagen de Guy Bourdin comida por el mar y la visita a Jean-Luc Godard (ese “filósofo solitario”, como lo define la propia Varda) confirman a Visage villages como lo que realmente es: un ensayo movedizo y profundamente melancólico sobre el arte de la desaparición.
Visages Villages (Francia, 2017), guión de Agnès Varda y JR, dirección de Agnès Varda y JR, 89 minutos.
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