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La última película de Steven Spielberg está tan viva que fosforece, todavía más cuando conduce hacia aquello que le dio vida. ¿Qué quiere decir eso? En principio, que la primera remake en la carrera del director de Tiburón (1975) y La guerra de los mundos (2005) tiene poco que ver con el celebérrimo film de 1961 de Robert Wise, y que la distancia que une o separa ambas películas (dependiendo de cómo se las mire) es la que puede haber entre una joya de fantasía y una de verdad. Y ahí es donde hay que señalar que la West Side Story de Spielberg asume con valentía su condición de juguete irrompible, más colorido, maleable y duradero que el original. Lo que plantea es que la tendencia al infinito propia del género musical es una de las tantas herramientas con las que este cuenta para volverse sensible a las fuerzas del presente. O lo que es mejor: no se trata de cómo Spielberg se prueba en una escuela que va de Vincente Minnelli a Bob Fosse (por poner extremos aleatorios), sino del valor que el cine de estos últimos adquiere cuando un creador en principio ajeno a ese universo se sirve de él para replantear una obra de arte sin intentar ocupar su lugar. La posición del film de Wise le queda irremediablemente chica a Spielberg, y el genio lo sabe. Entonces, ahí donde Wise acumulaba, Spielberg prolifera, consciente de que el material que tiene entre manos es digno de crecer sin límites, de expandirse de maneras formidables.
La nueva West Side Story es un musical tardío para la era Trump, y acaso sea ese uno de sus mayores méritos. Los conflictos raciales entre los Sharks y los Jets se mantienen en los años cincuenta, la historia de amor entre Tony y María sigue siendo el filamento tenso entre las dos mitades de un mundo cocinándose dentro de otro mundo; pero Spielberg se niega a trasladar la trama del original a nuestro tiempo, y arriesgamos que lo hace para permitirse llegar tarde con lo justo a la época que quiere comentar, que es, por supuesto, la nuestra. Las vidas arremolinadas de Tony y María, emergentes jóvenes y reales de un gran drama del origen, no necesitan, tampoco, de gentrificaciones forzosas del ambiente para corrernos por las venas. Spielberg habla de este, nuestro tiempo, desde el primer (majestuoso) plano del film, y los cuerpos de sus personajes, cuando se ponen a cantar y bailar, nunca dejan de exigir que miremos dónde lo hacen.
Ninguna contradicción se cierra en esta West Side Story para el siglo XXI, una burbuja de colores perfecta que no se vale de ninguna metáfora o alegoría que no sirva a sus propios personajes, que no funcione como justificación narrativa. A Spielberg le interesa que sus criaturas sean hermosas en su esencia antes que simbólicas en la artificialidad, algo que Robert Wise no entendió cuando prefirió oscurecer con maquillaje la piel de actores norteamericanos en lugar de contratar a artistas latinos para que hicieran de ellos mismos. Tal vez por eso el original de 1961 nació viejo y se erigió en uno de los peores lugares comunes de la historia del cine, mientras que Spielberg, en cambio, ha construido un artefacto adorable, sorprendente y vital, imposible de ser reducido a lecturas étnicas o sociales, y que demanda —casi exige— un disfrute primitivo basado en las potencias de la luz y el sonido. Pocos, poquísimos directores en actividad son todavía capaces de generar este grado de fascinación por lo que ocurre en pantalla a fuerza de impulsar una y otra vez la hermosa conciencia cinematográfica sobre la falsedad del mundo que aguarda fuera de la sala de proyección. La nueva West Side Story fue hecha para ser vista en una pantalla gigante y con el sonido bien amplificado porque su fábula sólo se completa con la lógica del gran espectáculo. En todo caso, lo que la conecta definitivamente con la historia grande del cine es esa preciosa voluntad de ser admirada en el marco de una tradición casi desaparecida.
West Side Story (EEUU, 2021), guion de Tony Kushner sobre la obra original de Leonard Bernstein y Stephen Sondheim, dirección de Steven Spielberg, 146 minutos.
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