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La segunda temporada de Westworld retoma allí donde el argumento desordenado, fractal y ambivalente de la primera entrega se había acercado a la simple y lineal película de 1973 de Michael Crichton que le hizo de premisa: con los anfitriones ―robots humanoides― tomando por asalto el plató científico-mediático dirigido por el mesiánico y manipulador Robert Ford (Anthony Hopkins), que pasa a mejor vida a manos de la insurgente Dolores (Evan Rachel Wood). Hasta entonces la ficción de HBO había abordado los misterios de la inteligencia artificial y la naturaleza de lo real actualizando en un combo sinérgico lo entrevisto en filmes como Blade Runner, The Truman Show, Matrix, La cabaña del terror o Ex machina ―y en televisión, por Black Mirror― en una alternancia dialéctica y ambiciosa entre el parque temático western que habitaban en loop los anfitriones y los fríos pasillos de la corporación Delos en los que se cocía una conspiración interna.
En la nueva tanda, Westworld deviene Westworld: ya con la base de control genético-informática echando chispas, los humanoides se disponen a explorar su recién alcanzado y problemático libre albedrío en el escenario vasto y agreste animado por la narrativa de género. La superficie horizontal, sin embargo, es fragmentaria e inconexa: los protagonistas errantes ―el codirector de Delos hecho máquina Bernard Lowe (Jeffrey Wright), la hiperconsciente prostituta Maeve (Thandie Newton), la flamante revolucionaria Dolores junto a su novio cowboy Teddy (James Marsden), el desperado y desesperado Hombre de Negro (Ed Harris)― se enfrentan a sus circunstancias en temporalidades no del todo sincrónicas y por separado, iluminando rincones del metauniverso inspirados en el ancestral shogun oriental y las tribus aborígenes (la Nación Fantasma), cuyo representante Akecheta (Zahn McClarnon) protagoniza un gran octavo episodio.
La confusión deliberada ―fruto de un probable brainstorming de guionistas bajo presión que bien quisieran confiarle el destino a un algoritmo― se resuelve a trompicones por revelaciones de último minuto que no convencen ni tampoco dan respiro. Ese milagro frustrante alimenta a la serie con saldo positivo (al contrario de la asimismo embrollada pero fallida y chata Altered Carbon), chispa que maravilla e irrita, sorprende y aburre en su combustión irregular de dilema filosófico, personajes de complejidad intermitente y enfrentamientos, mutilaciones y balaceras de relleno. La atracción se impone y renueva más en la promesa que en la evidencia, aunque es en ese torbellino en el que las tramas se arman y desarman donde se gesta la máxima apuesta de Westworld, la de inundar de historias un trasfondo de simulacro aséptico signado por la crisis de la ficción humana.
La frenética reprogramación en vivo y en directo ―de las identidades y sus cuerpos, de los marcos espacio-temporales (múltiples afuera y adentro, antes, después y durante), de las epistemologías mixtas en juego― es la barbarie sofisticada que Westworld propone al salvaje streaming civilizado, el destello de una tierra todavía remota donde se libra una utopía polvorienta pero implacable.
Westworld (segunda temporada) (10 episodios), creada por Jonathan Nolan y Lisa Joy, HBO, 2018.
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