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A propósito de “La cordillera”, de Santiago Mitre

DISCUSIÓN

Santiago Mitre ha forjado una carrera nada desdeñable a base de prodigios y golpes de efecto. Los primeros han sido fruto de su talento como narrador; los segundos, hijos del ánimo provocador que en un puñado de años lo ubicó como director de grandes producciones. Como Roque en El estudiante (2011), su primera película, Mitre soñó jugar en las grandes ligas y cuando llegó a lo más alto dijo no. Esto es, con La cordillera, con el mayor presupuesto destinado a un film argentino, Mitre decidió que la historia no diera la impresión de pieza de relojería; minándola con ripios de misterio que ahondan en nuestra condición humana, demasiado humana, a conciencia lo dilapidó todo: defraudó a productores, crítica y público. Bien mirado, un fracaso puede ser un modo de triunfar.

Ya sea el hombre que entra en la Casa Rosada en la primera secuencia, sobre quien desconocemos su verdadera identidad; ya sea Hernán Blanco, protagonista del film y presidente de la Argentina al que acompañamos en la cumbre de gobernantes de Latinoamérica para acordar la alianza petrolera del Sur, sobre quien lo desconocemos prácticamente todo pues montó su carrera a base de discreción y disimulo, y ha logrado acceder al pináculo a fuerza de pasar por un hombre común, todos, desde el hombre común hasta ese que es también hombre de Estado, forjamos nuestra imagen tanto por lo que hacemos cuanto por lo que ocultamos. A esa cumbre asiste su hija, quien lo conoce “más que nadie”, según le dice. Alguien que le demuestra que es vano construir una imagen sin fisuras: tarde o temprano se ve el barro del que está hecha la máscara impoluta de cada cual.

Productores, crítica y público leyeron de modo literal pasajes de La cordillera que evocan lo fantástico cuando en realidad sólo cuentan como símbolo. Hay reminiscencias de cuentos de monstruos, hay alguien que se afantasma cual el hombre invisible de H.G. Wells, hay personas y animales que encarnan al demonio, hay ejercicios de hipnosis que propician recuerdos falsos y hasta una secuencia en un limbo irreal. Borges decía que “las narraciones [de Wells] son pesadillas que deliberadamente rehúyen un estilo fantástico”. A la inversa, y al igual que Israel Caetano en Crónica de una fuga (2006), que recurre a un género sólo para narrar lo inenarrable, Mitre se ha valido por primera vez de retazos del fantástico, del cual le importa menos la forma que el fondo; en este caso, podría decirse, el fondo psicoanalítico, aquel que descubre cómo, con sueños, con historias no vividas pero que forman parte de nuestra vida, estamos hechos de relatos, secretos y mentiras, las más de las veces, esquivos a nosotros mismos. “Somos máscara, falsedad, simulación”, escribió alguna vez Di Benedetto. En el retrato de Hernán Blanco como un “hombre común”, envuelto en esa zona que se tomó por demasiado irreal cuando no está más que basada en la estricta realidad psíquica, radica la razón del fracaso de La cordillera; paradójicamente, ese retrato es su mayor acierto.

Ahora bien, Blanco mismo es un símbolo —la indeterminación desde la que se lo construye permite leerlo así—, un símbolo de la política. En él y en el modo de entender la política que expone el film, antes que en el misterio que fastidió a productores, crítica y público, está el verdadero talón de Aquiles de La cordillera, que es a su vez el de Mitre mismo.

Mitre abre y cierra el film con alusiones a la política como usufructo personal. Me refiero sólo a la última de ellas. Blanco ha asistido a la cumbre para secundar al presidente del Brasil, el “emperador” de la región, su aliado estratégico. Tras sellar un pacto a escondidas, Blanco prueba que a todo César lo espera su Bruto (y no se priva incluso de señalar con la mano levantada por cuántos millones vendió su alma al Diablo) y, más aún, revela que, según La cordillera, la política —al menos la política de la cúpula dirigencial y hasta la ejercida por los hombres de Estado del cuadro evocativo de la gesta de Mayo que cierran la segunda secuencia— no es más que oficio de tahúres y cleptómanos. En ese final también, Blanco se pronuncia enfático: “Este es el momento de decirles no”, y antes que el eco del final del primer film de Mitre, resuena el “Nosotros decimos no”, consigna del latinoamericanismo antiyanqui estampado años atrás en banderas y hasta en la portada de un libro de Galeano. Semejante alusión, entreverada en otra muestra más de la antipolítica a la que nos tiene acostumbrados Mitre, revela que, según esta visión, hasta la izquierda más rebelde puede venderse por un puñado de dólares.

En estos años, Nicolás Prividera, Ivo Aichenbaum y Benjamín Naishtat, entre otros, han sabido pensar la política desde el lenguaje del cine; sin embargo, sobre política, Mitre sigue tan perdido como Roque al comienzo de El estudiante. Sí, los políticos “manipulan el bien y el mal”, como se dice en el film, pero “el mal existe […] no sólo en los demás”, como afirma el mismísimo Blanco; el bien y el mal solemos manipularlos todos, sobre todo, para consolidar la máscara que portamos en la vida en sociedad. El mal existe en todos, no sólo en los políticos. Esto lo saben los personajes (padre e hija al menos). Falta que lo entienda su creador.

26 Oct, 2017
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